La Jornada 13 de abril de 1997

MAR DE HISTORIAS Ť Cristina Pacheco
Dunas

Irma tuvo deseos de recurrir al maletero. Desistió al pensar que sólo le quedaba un billete de cincuenta pesos. No lo tendría si sus amigos y compañeros de trabajo -Eduardo, Alejandro y Cosme- hubieran aceptado el café que ella les ofreció antes de subirse al autobús, de vuelta a la ciudad.

El recuerdo de los cuatro días pasados en Progreso la llenó de nostalgia por el mar. Su sentimiento se enturbió cuando vio aparecer, en dirección contraria, a un grupo mixto de viajeros. Su alharaca la hizo preguntarse si esos jóvenes en ropas multicolores conservarían hasta su regreso el entusiasmo que ahora se les desbordaba en carcajadas. Un dolor en el brazo derecho la obligó a detenerse y dejar en el suelo su maleta. ``No la ponga allí, pueden robársela'', aconsejó de paso un hombre. Por amabilidad, Irma se inclinó y puso el equipaje entre sus pies. La idea de que tendría que cargarla de nuevo hasta la explanada la hizo maldecir.

Desde lejos, Irma vio el puesto de periódicos. La mañana de su salida a Progreso sus amigos se habían detenido allí para comentar las portadas de las publicaciones para adultos. Las alusiones al físico y a las posturas de las modelos la habían cohibido; pensó en sugerirles a sus acompañantes un poco de discreción pero desistió. Y para demostrarse a ella misma que era capaz de adaptarse a las circunstancias, hizo comentarios audaces que sus amigos celebraron entre silbidos y aplausos.

II

En el autobús de ida, Eduardo y Alejandro se habían sentado juntos. A Irma le gustó tener por vecino a Cosme. Gracias a su insistencia ella se había decidido a hacer el viaje con que la empresa Super Tupper premiaba anualmente a sus vendedores estrella. Cuando se enteró de la distinción, ella pensó en cederlo a alguna compañera. Cambió de idea gracias a Cosme: durante una semana completa el muchacho se había dedicado a describirle los encantos de Progreso y a señalarle que era la ocasión ideal para que ella realizara su sueño: conocer el mar.

De todas formas, antes de resolver, Irma había consultado a Alicia, la titular de ventas: ``¿Crees que debo ir?'' ``¿De qué tienes miedo?'' ``De que como ellos son mucho más jóvenes que yo...'' ``¡Mejor! ¿No me digas que te gustaría conocer el mar con un vejete? Andale, no seas tonta. Te juro que si estuviera en tu situación no lo pensaba dos veces'', había concluido Alicia.

Durante la primera etapa del trayecto los cuatro amigos se habían dedicado a hacerse bromas. Cuando el repertorio de chistes se agotó, Cosme procuró distraer a Irma contándole sus experiencias de hijo único. En esas estaban cuando Alejandro asomó la cabeza y preguntó: ``Oye, Irma, ¿qué traes en tu maleta que pesa tanto?'' ``¡Pomos!'', había respondido ella, pero luego se apresuró a rectificar: ``¡Cómo creen! Traigo mi secadora de pelo y una parrilla eléctrica. En los hoteles de segunda nunca se sabe qué hay. ¿Qué tal si se nos antoja tomar algo caliente en la mañana?'' Sonriendo, los muchachos se habían mirado entre sí. Irma, feliz de sentirse el centro de atención, agregó: ``También traigo un botiquín y un minicosturero''. Su entusiasmo decayó cuando escuchó a Cosme: ``¡Igual que mi mamá!''

III

Irma suspiró con fuerza antes de tomar otra vez su maleta. Pesaba muchísimo, aun cuando entre sus ropas húmedas y saladas no estuviera la parrilla eléctrica. La había abandonado debajo de una cama porque no deseaba ver nunca más el artefacto. Su solo recuerdo la remitió a una situación incómoda. Para rehuirla aceleró el paso.

Mientras avanzaba hacia la salida de la terminal, Irma se recriminó haber hecho el viaje con sus tres compañeros, que evidentemente no eran sus amigos. La prueba estaba en que, apenas llegaron a la ciudad, cada uno tomó su rumbo, sin importarles cerciorarse de que ella encontraría forma de volver a casa. El único que tuvo un gesto amable fue Cosme; desde el otro extremo del pasillo le gritó: ``¡Afuera también hay taxis!''

Desecha de cansancio, Irma se detuvo otra vez. Colocó el equipaje entre sus pies, y cuando levantó la cabeza se encontró reflejada en el espejo de una báscula. Estuvo a punto de gritar cuando vio su cabello hirsuto y su rostro ajado. Temerosa de encontrarse con algún conocido, tomó su maleta y corrió, decidida a tomar un taxi.

Necesitaba llegar a su casa, darse un baño y beber algo caliente. Quizá entonces pudiera hacerse un juicio menos severo acerca del comportamiento de sus amigos en Progreso; quería, sobre todo, explicarse el cambio de Cosme, de su constante interés y solicitud la semana previa al viaje, cómo había pasado a una indiferencia apenas suavizada por pequeñas atenciones. Recordarlas no le bastó a Irma para sentirse mejor; luego pensó que tal vez todo habría sido distinto si ella hubiera conocido el mar de niña. ``¡Taxi, taxi!''

IV

El taxista siguió hablando. Irma lamentó que el monólogo girara en torno al cielo nublado, el clima frío, las lluvias extemporáneas: ``Con todos estos cambios, ¿qué va uno a pensar? Pues que el mundo está loco. Para mí que en la primavera debe haber sol y en invierno frío, y no al revés. Cada cosa a su tiempo''. El comentario final acrecentó la animadversión de Irma hacia el chofer y, para ocultarlo, se volvió hacia la ventanilla, como si realmente estuviera interesada en los charcos, los perros callejeros y las fachadas decrépitas.

La tibieza en el interior del automóvil disminuyó poco a poco el mal humor de Irma, que hasta tuvo la serenidad para entender que los comentarios del taxista no habían sido malintencionados. El hombre, ¿cómo iba a imaginarse que ella había hecho un viaje con tres compañeros de trabajo a los que les llevaba casi diez años? El chofer, ¿cómo iba a imaginarse que ellos se habían dedicado a perseguir jovencitas en la playa mientras que ella, sentada entre las dunas, cuidaba las toallas y las cámaras? Arrullada por el movimiento, Irma se volvió aún más benévola. Pensó que sus compañeros no la conocían lo suficiente y de seguro ni siquiera imaginaban que la habían humillado cuando, la noche anterior, le pidieron que preparara un cafecito en su parrilla mientras ellos conversaban con cinco norteamericanas ávidas de margaritas, emociones fuertes y conocer al subcoumandantei Marcous.

Irma se dijo que, en todo caso, ella había sido la responsable de ciertas situaciones incómodas: el sábado, cuando fueron a la discoteca y vio que sus amigos se dedicaban a hacerles señas a las muchachas, ¿por qué no se levantó de la mesa y se fue? La verdad: porque no habría sabido a dónde ir.

II

Irma se sobresaltó cuando oyó la voz del taxista: ``Servida''. Mientras el hombre le daba el cambio ella miró la fachada de su edificio: le pareció increíble que apenas cuatro días antes hubiera ansiado alejarse de allí y hoy estuviera a punto de llorar de ternura ante la visión de aquella mole destartalada.

En el corredor, Irma tropezó con una vecina que elogió su tono bronceado; pensó que tal vez no tuviera tan mal aspecto y que quizá el cambio en la actitud de Cosme hubiera sido consecuencia de su timidez. A punto de llegar a su departamento, oyó el teléfono. Corrió a contestarlo, sin importarle golpearse las piernas con la maleta, segura de que oiría la voz de alguno de sus amigos.

Estaba dispuesta a mentir -``muy bien, el viaje fue maravilloso''- cuando escuchó una voz femenina: ``¿La señorita Irma Torres? Mucho gusto. Soy la mamá de Cosme. ¿El ya viene para acá? Qué bueno que me lo dice porque ya estaba intranquila''. La mujer lanzó una risita corta a manera de disculpa y luego continuó: ``Dirá usted que soy anticuada, pero la verdad es que en estos tiempos las muchachas andan terribles. Si le permití a Cosme ir al viaje fue gracias a que me aseguró que usted iría, y él me ha dicho que es usted una persona ya más grande, tranquila y de respeto''.

Cuando terminó el intercambio de frases amables, Irma colgó el teléfono; pero siguió inmóvil como aquella tarde en que, sentada entre las dunas, había visto alejarse a sus amigos y a las gaviotas.