La Jornada Semanal, 13 de abril de 1997
El cuento, aunque esté escrito en prosa, se halla más
cerca de la poesía que de la novela. Como a aquélla, la
imperfección le es fatal.
Una novela es inevitablemente imperfecta por la ambición desmesurada ųalcanzar la totalidadų que le es innata: su éxito o su fracaso se miden por su mayor o menor aproximación a ese ideal imposible. El cuento no tiene la pretensión cuantitativa de crecer y durar que está en la naturaleza misma de la novela; en su forma breve y compacta, que Cortázar comparó con una esfera, todo es condensación y sugerencia. Como un poema logrado, un buen cuento es la blanca punta de un iceberg que hace sentir al lector, allá abajo, en las profundidades ocultas bajo las palabras, un vasto mundo misterioso donde bulle la vida.
Hemingway, que fue un cuentista consumado, dijo una vez que el día que ocultó el hecho más importante de la historia que estaba escribiendo ųel suicidio del protagonistaų descubrió un aspecto esencial de la técnica narrativa: que escamotear o descolocar un dato puede ser tan importante como consignarlo. Esconder una causa o un efecto, un episodio o incluso un personaje, y hacerlo de tal modo que esa ausencia, sin embargo, sutilmente gravite sobre la historia que se cuenta y no parezca que la omisión es arbitraria, meramente efectista, sino obligatoria y natural como la oscuridad que arroja la noche sobre el mundo, fue un recurso que Hemingway empleó en sus relatos y novelas con tanta frecuencia como sabiduría. En uno de sus cuentos más célebres, "The Killers", refiere la banal historia de un hombre que va a ser asesinado y que acepta su suerte con tranquilo fatalismo. ƑPor qué lo van a matar? ƑPor qué se resigna a ser matado?
La dimensión trágica que consigue el cuento ųen el que sentimos metafísicamente reflejada la condición humanaų no se debe sólo a que el narrador silencia esos dos datos, sino a que, al mismo tiempo, logra hacernos saber que esa omisión es clave. Como en "The Killers", los cuentos de Hemingway hormiguean de silencios locuaces, de datos reprimidos que pugnan por aparecer, aguijoneando la fantasía del lector.
Toda técnica narrativa es una estrategia del embuste y Hemingway fue un embustero mayor. Cuando yo comenzaba a escribir cuentos, ingenuamente creíamos que, a diferencia del otro ídolo nuestro, Faulkner, el autor del El viejo y el mar era un escritor directo y natural. Ese espécimen, claro está, no existe. O existe sólo en el caso de los escritores ilegibles, de los horrendos polígrafos que quieren escribir "como la vida misma", "sin adornos", y creen que para ello basta ser buenos y sinceros a la hora de enfrentarse al papel. Lo cierto es que la literatura es artificio ųmentira y trampaų, lo que quiere decir que en un cuento la sencillez y la verdad se alcanza al precio de maquiavelismos sin límites. En los limpios y, en apariencia, espontáneos relatos de Hemingway hay tanta premeditación y malabar como en las jeroglíficas historias de Faulkner. En su caso se advierte menos porque la laboriosa forma que inventó simulaba la invisibilidad, en tanto que en Faulkner la forma se exhibe a sí misma como parte de la historia a la que, en algún caso extremo, The Sound and the Fury, llega a sustituir.
La opción barroca de Faulkner parece haber prevalecido sobre la de Hemingway, si juzgamos por el fervor póstumo que han merecido ambos escritores. Tengo la impresión de que hoy se lee mucho menos a Hemingway y que ya no sirve de modelo a los jóvenes escritores como ocurría hace treinta años. En eso, el autor de este libro, Guillermo Niño de Guzmán, es la excepción que confirma la regla. No sólo le ha dedicado sus primeros cuentos: ellos mismos son un homenaje al gran escritor aventurero de quien Niño de Guzmán ha aprovechado magníficamente la lección.
Sus relatos, como los de su maestro, son apretados y escuetos, de prosa espontánea. Un aura de fracaso y derrota circunda a sus protagonistas. Pero no hay, en éstos, ni la vocación de aventura ni la inocencia recóndita de los héroes del norteamericano, a quienes, aun en los momentos más negros, redimía una oscura esperanza. A pesar de ser jóvenes y disponibles, los personajes de Niño de Guzmán se mueven en un mundo embotellado, presa de asfixia moral. Aman el jazz, la cerveza y el sexo, y practican un hedonismo triste en el que, de tanto en tanto, hay como un ulular sentimental. Es difícil no sentir un cierto escalofrío recorriendo estas páginas que representan a una juventud latinoamericana desencantada y sensual, que espera aburridamente el fin del mundo entre miasmas de marihuana y alcohol. Felizmente, entre cuento y cuento, una rápida viñeta, sarcástica, sensiblera o sangrienta, pone una nota de humor o de juego que aligera un tanto el sombrío pesimismo de los relatos.
Las historias tristes y brutales que refiere están escritas con la sobriedad y los silencios necesarios para que las admitamos y para que nos conmuevan. En el manejo de los diálogos, la gradación de los efectos, la pintura de ambiente, Niño de Guzmán muestra una seguridad y un instinto sin fallas. El narrador de sus historias sabe callar a tiempo y no dice nunca una palabra más de lo estrictamente indispensable para que el lector, estimulado por ese juego de sombras chinas, se sienta obligado a intervenir y a completar las historias. En todas ellas lo más importante y decisivo no es lo que se dice sino lo que se sugiere y deja adivinar. La prosa eficaz y la buena artesanía no son la única sorpresa que deparan estos cuentos con los que Niño de Guzmán rompe sus primeras lanzas literarias. También su resueltareivindicación de ese "realismo" con el que los nuevos escritores latinoamericanos parecían haberse enemistado, por considerarlo exhausto y obsoleto. Me alegra que Niño de Guzmán demuestre que no lo está y que puede seguir siendo una veta tan fértil para la originalidad literaria como el género fantástico, a condición, claro, de entender el "realismo" de la manera que nos enseñaron Flaubert, Hemingway y tantos otros: como una apariencia más en el mundo de simulacros que es la literatura. Una apariencia que no restringe la libertad, la imaginación ni la locura del creador sino, únicamente, les exige disfrazarse mejor y sermás rigurosas.