El homenaje a Heberto Castillo (1928-1997) es significativo. Lástima que se haya producido tan tarde. ¿Por qué no le dieron a Heberto, en el momento crucial de su lucha, el dinero que ahora se empleó en desplegados para lamentar su muerte?, ¿por qué nos esperamos hasta que estuviera muerto para reconocer sus méritos? La aclamación unánime a Heberto se explica porque fue un hombre precursor de la transición a la democracia y porque esa causa está ahora en pleno vigor. Su demanda se volvió, al fin, contemporánea.
La transición es la acción y efecto de pasar de un modo de ser político a otro distinto. En nuestro caso, de un régimen monárquico pretendidamente ilustrado y despótico, disfrazado de república, e impune, a una república verdadera con gobernantes electos libremente y responsables de sus aciertos y fechorías ante las instituciones y sus electores.
Cualquier transición implica un paso más o menos rápido de un sistema a otro. La elefantiásica transición mexicana ha arrastrado los pies unos 30 años, pero sólo hasta los dos últimos se ha vuelto un cambio voluntario, intenso, innegable, pero también inacabable.
Los precursores de una transición del tipo de Heberto son admirables cuando se mueren, pero molestos cuando practican su pionerismo. Esto se debe a que están en lo correcto, pero antes de tiempo. Sus contemporáneos los reconocen como visionarios, pero los oyen como quienes escuchan llover sin mojarse y los dejan solos a la hora de la verdad. Cuando el régimen, después de tratar de aislarlos, decide golpearlos sin piedad, muy pocos salen a defenderlos en serio. Por eso los homenajes póstumos que se les rinde están teñidos de sentimiento de culpa.
Habría material para un libro sobre los precursores de la transición. Habría que estudiar el vasconcelismo, las ta- reas de más de medio siglo de dirigentes y militantes panistas, la larga marcha hacia la democracia de la izquierda. Habría que identificar a quienes han sido los escritores visionarios, los periodistas, revistas y periódicos que han anticipado el cambio.
Me gustaría, al pensar en Heberto, reflexionar en él y en otros dos precursores: Carlos Madrazo (1915-1969) y Salvador Nava Martínez (1917-1992). No son los únicos, pero los tres son ejemplares: convirtieron sus vidas en una tarea de ruptura con el régimen político prevaleciente. Los tres nacieron y crecieron en la época crepuscular de la Revolución Mexicana. Ninguno fue un resentido. Pertenecieron a la élite y disfrutaron de éxito profesional y de una muy cómoda situación económica. Estuvieron muy cerca del ideario de la Revolución Mexicana (what ever it means).
El doctor Nava fue miembro del PRI, Madrazo su presidente, y Heberto partidario y colaborador del general Cárdenas. Los tres pagaron sus rebeldías con la cárcel. Heberto y Nava fueron torturados. Don Carlos murió en un ``accidente'' que nunca ha sido investigado.
Los tres eran nacionalistas, pero con un propósito progresista que se manifestaba en términos concretos de propuestas para el desarrollo material y el bienestar para la gente. Heberto fue un constructor excepcional y Madrazo y Nava estupendos administradores públicos. Aunque coincidieron en los mismos espacios temporales, sólo Heberto y Nava fueron aliados. Madrazo proponía una reforma por adentro del sistema político; Heberto y don Salvador rompieron definitivamente con el régimen.
A los tres los identifica la imagen de un país inexistente, distinto y mejor de aquel en que vivían. Lograron prever el hundimiento progresivo del régimen posrevolucionario. Profetizaron con gran precisión los daños que causaría al país la traición a los ideales históricos del país. Los tres fueron progresistas en lo social. Ninguno propuso una salida violenta y todos una solución que abarcara a todos los grupos y clases existentes, inclusive a los empresarios. Heberto fue un gran empresario y Madrazo y Nava canalizaron su espíritu de empresa a la gestión pública.
Su propuesta se sintetiza, a mi modo de ver, en que las desigualdades e injusticias y rezagos de México tenían como causa principal y directa, aunque no única, el régimen autoritario que enfrentaron por medios pacíficos y que los reprimió. Los tres creían que la solución empezará abriendo al país a la democracia. Y pensaban que el tiempo histórico se acortaba angustiosamente.
Madrazo murió en 1969, cuando el régimen autoritario recién había recibido su primer golpe mortal (unos meses después de la matanza de Tlatelolco). Nava murió 25 años más tarde, cuando se precipitaba el final del régimen salinista.
De los tres el único que pudo realmente vislumbrar, aunque fuera a lo lejos, la tierra prometida de la transición fue Heberto Castillo. Creo que a ninguno de ellos les preocupaba la posteridad y sus homenajes. Su verdadera recompensa la recibieron en vida: fueron fieles a sí mismos.