La Jornada 15 de abril de 1997

De Pío XII a Juan Pablo II, apoyo de Roma al líder de los Legionarios

Salvador Guerrero Chiprés /II Ť En el Colegio Máximo de la congregación católica Legionarios de Cristo, en Roma, en vía Aurelia Nuova 677, flotó siempre, junto a ``la santidad'' del superior general, la presencia del papa Pío XII.

Eme eme, como muchos ex legionarios se refieren al sacerdote Marcial Maciel, por sus iniciales, aseguraba que aquel italiano, representante de Dios en la tierra, fue quien le había autorizado al jefe de los legionarios convertir sus ``padecimientos'' físicos en oportunidad para la ``virtud'': en viajes, estancias en Italia, España, Francia, Estados Unidos; su compromiso público como ``formador de jóvenes'' se combinó en determinación privada de vivir la pasión homosexual por niños y adolescentes que le ayudaban ``a aliviar intensos dolores''.

De Pío XII tomó Maciel el apellido para imponérselo al lugar del tercer seminario de la congregación, en Tlalpan, la Quinta Pacelli.

Algunos historiadores atribuyen a Pío XII una actitud pasiva en los años de su pontificado (1939-58) con respecto a los nazis. Fueron aquellos los tiempos fundacionales de los Legionarios de Cristo, en un ambiente de creciente anticomunismo y acendrada preocupación en México por una Iglesia que había sido lastimada por el gobierno callista.

Sucesos de aquellos años son los revelados por los ex legionarios. Para ellos, al decir de Alejandro Espinosa Alcalá, la sociedad mexicana está madura para ventilar sin vértigos ``el abismo de simulación'' en que el líder de los legionarios, afirmó, fundamenta el imperio económico y moral de la congregación de la que forman, o formaron parte, influyentes personajes en medios de difusión, empresas financieras y grupos políticos dentro y fuera de los gobiernos federal y estatales.

Quienes eran incorporados al ``círculo íntimo'' de Nuestro Padre, en el comienzo de su supuesto privilegio, no cumplían siempre con todo el reglamento. Los llamados por Mon Pére, ahora su director espiritual, pasaban a una segunda etapa. Una sesión privada en la enfermería y la práctica del masaje ``terapéutico'' eran indicios de la inclusión, al menos provisional, en ese círculo de escogidos entre los escogidos.

El frasquito del reverendo padre

El llamado a esa sesión podría ocurrir en cualquier lugar y hora del día.

Un legionario, Alfredo Martínez, se acercó calladamente a José Pérez Olvera. Le indicó que lo buscaba Maciel, quien ya lo esperaba en la enfermería acostado en la cama. Martínez cerró por fuera la puerta.

``Según el padre Maciel, mi hermano era muy inquieto. Estaba muy preocupado por su salud porque, también según el padre Maciel --quien escudriñaba por obra divina el interior de las almas--, mi hermano se masturbaba mucho. Era urgente ayudarlo para sacarlo del pecado, incluso acudiendo al auxilio de la medicina (Cuando le conté a mi hermano esto, mucho tiempo después, me dijo que todo era una soberana mentira). Todo lo anterior me lo estaba comentando acostado en la cama de la enfermería. Yo me encontraba a su lado.

``Había un famoso endocrinólogo, en Madrid, que se llamaba Gregorio Marañón, notable hombre de letras y respetabilísimo médico. Sólo él podría ayudar a mi hermano, me dijo el padre Maciel. Lo único que necesitaba el doctor Marañón, para hacerle un tratamiento adecuado a la desenfrenada sexualidad de mi hermano y recetarle la medicina apropiada, era una muestra de semen.

``Sin embargo, el padre Maciel no le tenía a mi hermano la suficiente confianza como para solicitarle la muestra requerida. Pensaba el Padre Maciel que, siendo yo su hermano y teniendo las mismas características genéticas, una cantidad de mi semen podría ayudarlo adecuadamente; lo arrancaría de su vicio, lo libraría de las garras del pecado y... casi, casi, me convertiría a mí en un héroe anónimo.

``Me preguntó el padre Maciel que si yo podría estar dispuesto a sacrificarme por mi hermano. Le dije que no; que mi hermano me importaba mucho pero que no tenía la intención de cometer un pecado por ayudarlo, que estaba prohibido por la Iglesia y por la moral; que lo más que yo podía hacer por mi hermano era estar pendiente para el momento en que yo tuviera una emisión nocturna y recoger el semen de la sábana, guardándolo en un frasquito.

``El padre Maciel me contestó que era una magnífica idea pero que existía el inconveniente de que, al derramarse el semen en la tela, no recogiera la cantidad suficiente para que el doctor la pudiera analizar y que, además, perdiera sus características de frescura''. A esas alturas, reconoce el abogado ex legionario, ``me encontraba excitado y rojo de vergüenza''. El padre Maciel, no obstante, no cejaba en su empeño de convencerme... el fin era bueno, me repetía una y otra vez.

``Cedí por fin. Ni tardo ni perezoso el reverendo padre Maciel me bajó los pantalones, los calzoncillos y empezó a manipularme como si fuera un experto en esos menesteres y, como constaté, en efecto lo era'', indica Pérez en una declaración que, como la de otros de sus compañeros, incluye escenas semejantes y fueron entregadas en extensos textos ante notarios en California, Florida, Nueva York, Oaxaca, Distrito Federal, Nuevo León y Tamaulipas, según el lugar en que cada ex legionario radica ahora.

``Cuando ya estaba eyaculando sacó un frasquito para que lo llenara de semen. Incluso me hizo que le pegara en un papel la supuesta dirección del doctor Marañón.

``Todo había terminado. No sabía dónde meterme de vergüenza. Sin embargo, me sentía satisfecho de que, a pesar de mi humillación, iba a ayudar a mi hermano y me había puesto sumisamente a merced de la voluntad de un santo, como el padre Maciel, que estaba santificando con sus manos y dándole trascendencia y valor divino a un acto que los simples mortales (y la misma Iglesia) que no eran santos como él, consideraban como pecado.

``Una vez que concluyó el padre Maciel su obra maestra, me preguntó que si iría a comulgar. Le contesté que no sabía. Me dijo que, toda vez que había hecho una obra buena, podía acercarme a comulgar. No sólo eso. Me hizo prometer que este acto heroico no se lo comentaría a nadie, ni en confesión. Acto seguido me dijo que debía hacer mis votos, no obstante la decisión que había yo tomado de no hacerlos''.

El 5 de diciembre de 1994, el papa Juan Pablo II dirigió al sacerdote Maciel ``una especial Bendición Apostólica'' con motivo de los ``50 años de generosa entrega'' como ``un guía eficaz en la apasionante aventura de la entrega total a Dios en el sacerdocio''. Fue publicada en siete importantes diarios del Distrito Federal.

En la sección 96 de la encíclica Veritatis Splendor el Papa indica: ``Ante las normas morales que prohíben el mal intrínseco, no hay privilegios ni excepciones para nadie''. El Pontífice plantea en ese documento que en la sociedad civil y en las comunidades eclesiales debe evitarse ``la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades''.