Esta pregunta no es una forma irónica de aludir a lo aburrida y previsible que resulta, a decir de algunos, la existencia en el Viejo Continente. Me refiero en cambio a las fotos de la superficie de uno de los satélites jovianos que el vehículo espacial Galileo tomó el 20 de febrero y que fueron dadas a conocer la semana pasada por la NASA. Para los profanos tales imágenes serían una sólida prueba de que en ese lejano mundo no sólo hay vida, sino también autopistas. Pero los expertos dicen que esa maraña de líneas que se intersectan y se dividen es la superficie rota de un mar congelado. Las que a ojo de buen cubero parecen vías rápidas son, en realidad, fracturas superficiales en esos hielos eternos.
Bajo la helada cáscara de Europa, dicen los especialistas, puede existir un ambiente acaso calentado por una actividad ¿geotérmica o eurotérmica?, en el cual la vida podría ser posible. En el fondo de ese océano (el primero que descubren los humanos desde los tiempos de Vasco Núñez de Balboa), en las bocas de algunos géiseres inciertos, pudo haberse generado un entorno líquido --``tibio y nutritivo como la orina de un diabético'', decía Philip José Farmer-- semejante al caldo madre que cobijó las primeras células terrestres. Dos datos robustecen la hipótesis: el descubrimiento por el telescopio Hubble de una tenue y volátil atmósfera con trazas de oxígeno, y la existencia en Io, el satélite vecino, de una virulenta actividad volcánica que, en las fotos del Galileo, hace aparecer a este cuerpo celeste como una toronja podrida que cuelga del firmamento.
Es difícil imaginar a los hipotéticos europanos (para distinguirlos de algún modo de los europeos) como algo más que protozoarios o, en el mejor de los mundos posibles, como atunes que se fríen y se congelan sucesivamente, conforme se acercan o se alejan del fondo y de la superficie de su mundo. Pero, para quienes deploramos la soledad de la vida terrestre, los auspiciosos indicios en contrario que nos envía el pájaro de la NASA resultan esperanzadores, como lo son las elucubraciones en torno al meteorito polar que, a decir de los sabios, podría contener trazas de microbios nacidos en Marte.
Tal vez he dicho cosas falsas o inexactas. Es una lástima que últimamente Julieta Fierro esté tan silenciosa en estas páginas, porque ella podría hablarnos de estos temas con atingencia profesional. En todo caso, al parecer no falta mucho para que sepamos de una vez por todas si la vida es una excentricidad de nuestro planeta o una constante del universo. Si lo primero es verdad, tendremos la certeza de estar acompañados, así sea por criaturas remotas y primitivas. Si es lo segundo, habremos de apechugar con nuestra condición solitaria. Con cualquiera de esas respuestas en la mano tendríamos al menos un argumento para invocar la sensatez de quienes, en esta tercera pelota del Sistema Solar, se empeñan en destruir la vida por diversos medios: por ejemplo, los exterminadores de especies y de pueblos, los partidarios de la pena de muerte, los promotores de la guerra, los hambreadores, los escuadroneros, los torturadores, los que prefieren vestir un sudario casto antes que ponerse un condón gozoso y los que, exasperados por su propia incapacidad para erradicar la pobreza, optan por erradicar a los pobres. Entre otros.
Tal vez sea una esperanza tan tenue como la atmósfera de Europa. Pero acaso sea posible, si la vida resulta ser una epidemia cósmica inevitable, que sus enemigos terrestres se convenzan de la inutilidad de sus empeños. Si, por el contrario, es una rareza o una singularidad irrepetible, tal vez se decidan a tratarla con más respeto.