Carlos Fuentes
Francia y México, unidad en la diversidad *
Señor embajador, señoras y señores: Por segunda vez, Francia me honra con una de sus más preciadas condecoraciones.
En 1992, el presidente Francois Mitterrand me hizo entrega personal, en el Palacio del Elíseo, de la Legión de Honor, la orden creada en 1802 por el Primer Cónsul, Napoleón Bonaparte, para recompensar los servicios militares y civiles a Francia.
Ahora, es el presidente Jacques Chirac quien, a través del muy distinguido conducto de usted, señor embajador, me impone las insignias de la Orden Nacional del Mérito, establecida en 1963 por decreto del presidente Charles de Gaulle y destinada, asimismo, a destacar la amistad hacia Francia de ciudadanos extranjeros.
A ambos jefes de Estado --Mitterrand y Chirac--, los he tratado tanto oficial como personalmente. Y aunque cada uno representa posiciones políticas diferentes, les ha unido el acendrado amor hacia Francia y una enorme amistad hacia México.
Histórica y culturalmente, Francia ha sido, para México y para la América Latina, el ecuador de nuestro mundo moral y cultural, el punto de equilibrio entre nuestro Norte demasiado frío y distante y nuestro Sur demasiado próximo y caliente.
Y cuando me refiero a Norte y Sur no hablo sólo de coordenadas externas, sino del septentrión y el mediodía que cada uno de nosotros lleva dentro de sí, así como tenemos, cada uno, nuestro cercano oriente, nuestro lejano oeste y como lo dijo un sabio diplomático mexicano, nuestra desorientación occidental.
Francia ha sido, en todo caso, el fiel de la balanza entre el pragmatismo de nuestro Norte y la pasión de nuestro Sur; la claridad y la razón constituyen, ya lo sabemos, los signos que tradicionalmente le son atribuidos a la civilización francesa.
Y sin embargo, advierto como escritor que esa misma civilización, del amotinamiento verbal de Rabelais en el Renacimiento, al vigor lingüístico de Celine y Genet en nuestros tiempos, no ha sido sólo la provincia de las ideas claras y distintas del cartesianismo.
Me limito, para ejemplificar, al gran siglo XIX de la literatura francesa: de la marea romántica de Musset y Víctor Hugo, al poderoso fresco social de Balzac y de la pasión profunda de Stendhal y el corazón apasionado de Flaubert, al lirismo rebelde de Baudelaire y Rimbaud, Francia desborda constantemente la estrechez racionalista y le da un ímpetu más peligroso, por mejor gobernado, a la imaginación.
Por eso, para nosotros, acaso el santo y seña de la cultura francesa sea menos el ``Pienso, luego existo'' de Descartes que las famosas palabras de Pascal: ``El corazón tiene razones que la razón desconoce''.
Es esta hermandad de la imaginación y la acción, esta cordialidad del pensamiento, lo que le da su fuerza especial a la cultura francesa y la hace, de múltiples maneras, común con la nuestra, la de México y la América Latina.
Nuestros padres y abuelos se educaron en la lengua francesa.
Mi generación del medio siglo mexicano habla y lee el francés y se formó en universidades francesas. Muchos de mis amigos --francófonos y francófilos--, están aquí esta noche.
Que las generaciones siguientes hayan perdido esa orientación occidental por otro hipnotismo septentrional, es una pena y nos debilita. Lo dijo para siempre José Martí: ``El pueblo que quiere morir, vende a un solo pueblo y el que quiere salvarse, vende a más de unoÉ Hay que equilibrar el comercio, para asegurar la libertad''. También hay que equilibrar la cultura.
Francia y su economía, Francia y su pensamiento, Francia y su lengua, Francia y Europa, son opciones indispensables para diversificar nuestros apoyos y oportunidades internacionales. La reciente gira del presidente Chirac por varios países de América del Sur demuestra que Francia no ha perdido su vocación latinoamericana. Los mexicanos, más que nunca, no debemos olvidar nuestra certificación europea y, muy particularmente, francesa.
Cultura de equilibrios, posiblemente, pero sólo porque Francia los ha ganado, a menudo, en las barricadas.
Nuestras revoluciones de independencia fueron inspiradas, en muchos aspectos, por los filósofos de la Ilustración dieciochesca y, desde luego, por la propia Revolución Francesa.
Objeto hoy de múltiples revisiones críticas, la gesta que celebramos cada Catorce de Julio fue una verdadera revolución: le dio la propiedad a los desposeídos, el voto a los inermes, el acceso a la vida económica a las mayorías: abolió los fueros, extendió nacionalmente la educación laica, pública y gratuita, y enunció claramente los derechos humanos.
Uno de ellos es el del movimiento libre de las ideas y de las personas.
Francia, como México, tiene una vieja tradición de asilo y brazos abiertos a los extranjeros.
México ha sido segunda patria de muchos exiliados, notablemente los de la España republicana en los años treinta y los demócratas del cono sur en la década de los setenta.
Pero también encontraron refugio entre nosotros, en horas sombrías, notables artistas e intelectuales de una Francia Libre que el gobierno de México, no lo olvidemos, fue el primero en darle representación oficial.
El presidente Avila Camacho acreditó, antes que nadie, a la verdadera Francia, la del general De Gaulle, cuya primera misión diplomática en la América Latina es la misma que usted encabeza hoy con tanta distinción, señor embajador Delaye.
No olvidemos esa extraordinaria primacía, porque ella nos obliga a mantener en el más alto nivel de franqueza, dignidad, y empresas compartidas, la relación franco-mexicana.
Tampoco olvidemos que Francia ha sido segunda patria de muchos emigrados europeos, desde Heinrich Heine en el siglo XIX hasta Milan Kundera en nuestros días.
Y hogar también, que no exilio, de muchos escritores latinoamericanos.
Francia se ha hecho, en gran medida, con el trabajo y el genio del inmigrante.
Tratemos de concebir a Francia sin los españoles Buñuel y Picasso, sin el italiano Modigliani, sin el alemán Max Ernst, sin el ruso Marc Chagall, sin los griegos Yanis Xenakis y Costa Gavras, sin los trabajadores del Mahgreb y el Africa sub-sahariana.
En el universo global en el que vivimos, si el dinero y las mercancías se mueven sin fronteras, va a ser imposible levantarle muros al movimiento, también, de los trabajadores, sobre todo cuando éstos viajan del Sur al Norte acudiendo a la demanda de las economías desarrolladas para ocupaciones que los propios trabajadores nacionales no quieren o no pueden desempeñar.
El trabajador migratorio no le quita nada a nadie: contribuye a la riqueza del país a donde emigra.
El trabajador mexicano en los Estados Unidos, por ejemplo, no sólo le da servicios indispensables a la comunidad norteamericana: paga treinta veces más en impuestos de lo que recibe en prestaciones.
No expulsemos a los trabajadores migratorios. Más bien, desterremos del vocabulario del siglo XXI la xenofobia y el racismo.
La prueba de la civilización en el siglo que se aproxima será la manera en que sepamos reconocer al otro y convivir con él o ella que no son como tú y yo.
Debemos favorecer, en las décadas que vienen, una civilización común pero basada en aportaciones culturales distintas.
Los latinoamericanos, que somos la otra cara de Europa, lo más parecido a Europa fuera de Europa, el extremo occidente en palabras de Alain Roquié, queremos, como ha escrito Jacques Derrida, que Europa sea lo que ha sido prometido en nombre de Europa, lo mejor de Europa.
Señor embajador:
Francia y México dan todos los días un ejemplo brillante de la unidad en la diversidad que fue el ideal clásico de Terencio pero que hoy adquiere las exigentes dimensiones de la cooperación económica, la asistencia humanitaria, y el esfuerzo compartido por un mundo de mayor equidad y respeto hacia las diferencias: un orden global, pero multicultural.
Gracias nuevamente, señor embajador, por esta distinción que me obliga aún más con Francia y sus valores de cultura y humanidad.
México, D.F., 15 de abril de 1997.
* Discurso de Aceptación de la Orden Nacional al Mérito de la República Francesa.