Para aquéllos que pudieron oír en dos ocasiones sucesivas el reciente discurso presidencial, con seguridad el vahído de una idea exótica comenzará a inundar su corazón: afortunada quiebra nacional (Dic.de 95) que propició el solidario salvamento priísta de la nación. Estos fueron, en la tajante afirmación, los únicos que emitieron el comprometido voto que repuso a México en el camino del progreso. La crisis que se abatió sin misericordia sobre el bienestar y la estrechez de todos, ahora parece que tomó forma y realidad de repente, sin causas, beneficiados, ni progenitores identificables.
Porque si atendemos a la enumeración del doctor Zedillo, el cambio que él y su partido persiguen es constructivo, para la convivencia, tolerante, pacífico, sensato, progresivo, para la unidad y nos pone a salvo de todo lo contrario. ¿Quién es el osado que quiera o pueda resistir, menos aún disentir de tal altura de miras y propósitos de gobierno? A no ser por unos cuantos millones de votantes que se aprestan a manifestar su abierto rechazo a una manera autoritaria de conducir los asuntos públicos, parecería que el sentido y la lectura del Ejecutivo fuera la correcta. Si no se descubriera un ánimo reactivo al poder establecido por parte de extensos grupos de ciudadanos, los dichos comentados fluirían sin cortapisas. Si las negativas a la eventualidad de sufragar por el PRI (60 por ciento en contra además de las inclinaciones por otros partidos) pudieran soslayarse como erróneas y mal intencionadas, entonces los asertos encontrarían sus ecos y consonancias. Si el manejo ineficiente de los asuntos públicos no se identificara con el salinismo, la tecnoburocracia y el entorno oficial (con su partido incluido), habría referentes de respaldo a lo expuesto por el presidente. O más aún, si los electores pudieran trasladar de inmediato las afirmaciones presidenciales de recuperación a su individual bienestar, entonces no habría necesidad de desplegar tan intensa campaña de propaganda al respecto. Pero no es así. Las dudas, suspicacias o francas incredulidades son más bien las constantes en medio de las cuales cae la retórica oficial.
En la medida que transcurre el tiempo y nos acercamos a julio, todo movimiento auspiciado desde palacio y demás oficinas subordinadas quedará sujeto a cuestión. Y lo será, por la aplastante currícula de trampeo al voto y la inclemente inducción de sentires y temores propicios al oficialismo con que se inundaron, una y otra vez, los espacios públicos durante pasados procesos electorales. Ningún gobierno, incluido el actual, puede llamarse a ofensa, incomprensión o mala ventura cuando se le cuestionan y ponen bajo sospecha sus inclinaciones partidistas. Sencillamente, el PRI y los gobiernos de él emanados no tienen limpias sus credenciales al respecto, por más que hoy tengamos leyes menos tolerantes con las desviaciones y organismos ciudadanizados e independientes (IFE).
El inalienable derecho de preferencia partidista de Zedillo en lo particular, no es el motivo de fondo en esta discordancia. Lo es la energía dedicada a la abierta y consuetudinaria campaña electoral emprendida por la presidencia desde hace semanas, así como los recursos movilizados al compás de su poderosa oficina. Lo es el tiempo abierto en los noticieros televisivos para tratar de poner el meritorio acento de la recuperación en el apoyo legislativo del PRI, como si ello avalara las razones que mueven y de las cuales depende la eficacia del Ejecutivo Federal.
Pero más importante que todo lo anterior, es la suposición de que las responsabilidades encomendadas al presidente Zedillo por el mandato soberano de los mexicanos no podrán ser cumplidas si ahora (julio de 97) se decide votar por un Congreso sin dominio priísta. Esto es, además de insostenible como modalidad de gobierno, una factible excusa para el fraude de base o fomento al miedo colectivo ante la inminente anarquía que no tiene por qué darse. Si la presidencia en efecto piensa así, entonces la posibilidad de su renuncia posterior sería la consecuencia ineludible. Tal circunstancia no es deseable, ni tampoco es debido jugar con ello. La ciudadanía, por menos involucrada que esté en los asuntos partidarios o por menos capacidad de análisis que se le reconozca, se da cuenta de la falacia que se esconde tras una amenaza así formulada. El presidente no tiene por que incumplir su cometido o renunciar, ni un Congreso en manos opositoras cancelaría el mandato popular. En todo caso se tendría que negociar un acuerdo programático distinto y de corte inédito al tiempo que se ensayaría una forma más abierta y democrática de decidir y actuar.