Coladeras, último ``refugio'' de niños callejeros ante el rechazo social
Karina Avilés Ť Esa mañana, como casi todas, despertó desesperado, ``con ganas de vomitarme; no conocía a nadie, no me acordaba de las caras de mi familia'', estaba inconsciente.
El Ponchis --jefe de Los Ponis-- desliza sus dedos entre los cabellos y sostiene la espalda con ayuda de la pared de aquella coladera amarga. No lo dice, pero los niños que viven allí sólo esperan que la muerte se los lleve.
El Taquechi mira con atención los ojos de su amigo. Carmen se encuentra en el colchón boca abajo. El humo del cigarro, que ella aspira hasta quedarse con el filtro, se entremezcla con las palabras de El Ponchis.
``A los nueve años --dice el jefe-- me salí de mi casa por problemas con mi padrasto. Me repegaba, igual que a mi madre''. Ella lo quería mucho, así que cuando tuvo que decidir entre hijo o amante, El Ponchis debió huir.
No muy lejos, durante medio año todavía deambuló con el frío que cala hasta los huesos de la capital hidalguense, su lugar de origen.
En Pachuca ``trabajé como diablero en la Central de Abastos hasta que unos chavos de allá me dijeron: vámonos para México''.
Tenía nueve y medio años de edad; aún no había vivido los desgastes de la inocencia.
En esta ciudad empezó como cantante, vendedor, lavacoches y luego jardinero, oficios con los que se ganó la vida durante cuatro años. La calle, Los Ponis y aquella coladera de 5 por 4 con un ramillete de moscos, ahogada en el silencio, conforman su ambiente desde entonces.
Sus 13 años se juntaron con el consumo de activo, líquido que algunos de Los Ponis utilizan para descansar del hambre, de la marginalidad, de su abandono. Hacen bolitas con unas servilletas de papel que humedecen con ese líquido y las introducen en un botella de refresco que tapan y destapan según su necesidad.
Con pena, queriendo que nunca hubiera sucedido, el jefe de la banda cuenta: ``Me metí a robar, me metí en las violencias de la calle''. No dice más.
Se dirige hacia una hilera de cajas de jitomate, donde Los Ponis guardan uno que otro pasado. Muestra un album de fotografías y dice: ``éstas fueron en Argentina; yo viví allá tres años''.
Comienza a pasar las páginas: El Ponchis con una sonrisa, ahora perdida; El Ponchis en la calle Corrientes, tan parecida a aquella avenida San Juan de Letrán, hoy Eje Lázaro Cárdenas; El Ponchis con sus amigos argentinos...
Guarda sus lágrimas al cerrar las hojas y luego explica que unos misioneros cristianos llegaron a la coladera, le dieron cariño y fue como si lo adoptaran.
Ellos se encargaron de mandarlo al seminario Palabra de Vida Argentina, ``para estudiar como educador de chavos de la calle''.
Tres años de preparación, de los 16 a los 19, y luego su llegada a esta capital.
``Aquí me metí en una organización que se llama Acción Internacional, que trabaja con chavos de la calle. Era educador, rentaba un departamento en Iztapalapa, estaba a punto de ponerme de novio con una chava que era de una casa. Había recuperado el respeto de mis papás, tenía mis cosas y las vendí; perdí todo'' cuando el director de Acción Internacional ``me dijo que estaba suspendido por un año'' de esa institución a raíz de una discusión por plantear algunas diferencias en el método de trabajar con los niños de la calle.
Otra vez a la coladera, otra vez a las drogas: ``Estoy resentido porque estoy fuera; amo trabajar con chavos de la calle''.
Setenta cafiaspirinas con cocacola, activo, mariguana y dos pastillas de las que sólo recuerda la marca le provocaron caer en coma: ``Quedé tres días inmóvil, vomitando verde, y cuando me puse bien grave El Taquechi y El Acapulco llamaron a una doctora de la organización'' en donde estuvo empleado.
Sucedió hace un mes. ``Quería morirme, era todo oscuro''. De ahí quedé bien mal, bajé 14 kilos, no me da hambre.