Carlos Monsiváis
Ahí está el detalle. El cine y el habla popular*/ I
I
En los años treinta, cuando el cine mexicano inicia lo que muy idealizadamente se llama ``Epoca de Oro'', sólo se tiene un registro confuso y mitificador del habla popular, por razones de censura, de un desarrollo escaso de la lingüística, del ``buen gusto'' dominante, de un racismo nada avergonzado de serlo, de la vergüenza teatral de los sectores ilustrados ante los abismos gramaticales del vulgo... y de la fuerza del amedramiento. ``Si no sabes hablar como Dios manda, mejor ni hables''. Y Dios le manda a sus hijos acatar la corrección y el decoro de los académicos de la Lengua, no los reales, sino los ideales, investidos en ese momento con el peso del idioma-de-Cervantes atacado por hordas pre-verbales. Los académicos señalan imperfecciones y monstruosidades (``No se dice haiga''), y vierten regaños sobre el vulgo que, con tal de envilecerse, se revuelca en los barbarismos. En última instancia su intención es importante, y por lo menos intimidan a periodistas y locutores de radio. También, ejemplifican el desprecio de los ilustrados por quienes ni siquiera atisban el miedo al Qué Dirán de los académicos. Y al no quedar otro remedio, se aceptan mexicanismos, refranes y algunas voces del inglés. Hasta allí.
El sonido consagrado y consagratorio proviene del discurso clerical, de la oratoria forense y de la pretensión de lirismo del melodrama teatral. Domina el Buen Decir de los litigios y juzgados, de las tempestades del alma, de los sermones y catecismos, y de ``la religión de la Patria''. Y, por lo contrario, las ``groserías'', ``las malas palabras'', no sólo delatan al hablante, también emiten un ``sonido pecaminoso''. Es dramático, socialmente, reproducirlas en presencia de damas, y si hay mujeres en donde se emiten nunca serán damas. (El uso de la ``grosería'' es renuncia al espíritu femenino). En el teatro frívolo son indispensables los juegos de doble o triple sentido, los albures, pero ya se sabe que al teatro frívolo va la sociedad disfrazada de pueblo, en el carnaval efímero de las degradaciones morales. En materia de la difusión (casi siempre paródica) del habla popular lo más significativo, el principio del vuelco histórico, es la radio, que al alcanzar incluso los ámbitos rurales, impone frases, estilos de la voz y temperamentos verbales. De hecho, el ``sonido culto'', sea éste lo que sea, se modifica gracias a la radio. Antes, para insistir en el ejemplo por antonomasia, un jurisconsulto creía en la Elegancia de la palabra y su modelo era el caballero español, de pronunciar suave y, era de suponerse, hipnótico. Tan es así que todavía a fines de los años veinte, se lucha por desterrar el ceceo español del teatro mexicano. Y lo opuesto es la Vulgaridad, la acentuación equivocada, la falta de dicción. La Vulgaridad se opone a las emanaciones de autoridad del Buen Decir, niega la belleza del idioma tal y como refulge en sermones y fervorines patrios, y recuerda en demasía los orígenes humildes. Por eso, la Elegancia vocal va del teatro a la radio, y hace del locutor el modelo acústico de autoridad. No en balde Arturo de Córdova, el canon del Buen Decir en el cine mexicano, es en sus inicios locutor.
También, y esto es importantísimo, al atenuarse el imperio de la poesía rimada, a la canción popular le corresponde acuñar frases que las colectividades retienen y elaboran como patrimonio personal: Todos dicen que es mentira que te quiero, porque nunca me habían visto enamorado/ Tienes el perfume de un naranjo en flor, el altivo porte de una majestad, sabes de los filtros que hay en el amor, tienes el hechizo de la liviandad/ Temor de ser feliz a tu lado. Y una licencia inesperada para el habla popular viene de la canción ranchera, que le da carácter de identidad nacional al anacronismo: ``Creibas que no había de hallar, amor como el que te di, tan al pelo lo jallé, que ni me acuerdo de ti/ Ay cuánto me gusta el gusto, y al gusto le gusto yo/ y al que no le guste el gusto/ tampoco le gusto yo''.
Quienes si ``se expresan con propiedad'' consideran al habla popular torpe, enredada, carente de gracia, negada a cualquier musicalidad, confinada en la prisión de unos cuantos vocablos, y ofensiva para el oído. Será uno de los grandes logros del cine mexicano, modificar sin proponérselo siquiera, esta visión dogmática, que se exacerba en las reproducciones del habla indígena y campesina, con sus acentos esdrújulos tan mal puestos, y su expresión cuajada de heterodoxias y resignaciones: ``Va asté a creerme un igualado, Señor Amo, porque mis torpes palabras no tráin el sombrero puesto, ansina es bruto este probe indio''.
II
Hay momentos en la vida que son verdaderamente momentáneos, aseguró en algún momento Mario Moreno Cantinflas. La frase, todavía vigente como era de esperarse, es en sí misma una atmósfera de los años treinta y del circuito lingüístico en donde una comunidad pobre, regida por el analfabetismo, vislumbra la modernidad, o como se le llame a la gana de hacer lo que padres y abuelos no soñaron, entre tradiciones que, al no conservarse íntegramente, tienden a desaparecer. Y la traducción privilegiada de lo contemporáneo le toca al cine (mexicano y norteamericano) que resulta el gran proveedor: de estilos de vida que se imitan o se envidian, o se detestan, de viajes imaginarios, de visiones panorámicas de la sociedad, de la catarsis al mayoreo en las butacas, de regocijos y duelos comunitarios... y, de manera muy fundamental, de modelos verbales. Y dijo el cine, así meritito se habla, y así merito habló la población.
A lo largo de tres décadas, el cine es importantísimo en la evolución y el enriquecimiento del idioma y del sonido del habla popular. En el caso de México, y durante el tiempo que dura su influencia, con la pedagogía involuntaria del caso, el cine nacional produce lo antes no muy perceptible: un habla nacional fundada en el centralismo, que a las variantes regionales les concede únicamente el rango de lo pintoresco (las más divertidas de acuerdo a este canon: el énfasis indígena para entenderse con el español, tal y como lo exhibe María Candelaria, de Emilio Fernández, y el acento yucateco). En este nuevo ``sonido de lo mexicano'', participan el estilo prosopopéyico de los actores forjados en el teatro hispano de costumbres, el habla campesina, la novedad del autoritarismo femenino filtrado por la imperiosa voz de María Félix, el tono bravucón de los revolucionarios, las variantes regionales que divierten el oído centralista, y el tono peleonero, enredado, magno escenario del relajo, que halla en Cantinflas a su representante máximo.
La industria cinematográfica por razones de éxito económico y de persuasión social, se desentiende de las versiones entonces dominantes del español hablado: la oratoria política, y su prosodia trabajada por los cultismos, y la de la solemnidad escénica de las obras francesas y españolas. A una sociedad que, en su afán de prestigio, no le concede valor público alguno a lo popular, el cine le ofrece, como espectáculo y ejemplo subterráneo, el ``nuevo sonido nacional'' que aprovecha las lecciones del teatro de variedades, no se olvida de la importancia de las esdrújulas en materia de impresionar curiosos, y, al mismo tiempo, recoge lo emitido en las calles y en las habitaciones y lo recrea casi jazzísticamente. A esto se dedica el cine: reproduce paródicamente los cultismos, explota de manera industrial el aprendizaje idiomático que conocemos bajo el nombre de cantinflismo, y, al despojar paulatinamente al melodrama de sus atmósferas reverenciales, lo exhibe en desgaste y su humor involuntario al exacerbar situaciones donde, con frases que serán consignas, se forja el temperamento belicoso y aquietado de las familias: ``¿Qué sabemos señora, de lo que hacen los hombres cuando están lejos de nosotras?'', le dice Andrea Palma a la mujer que pregunta por su marido en Distinto amanecer (1945, de Julio Bracho). Y el ``¡Mía o de nadie!'', pasa de frase del paroxismo demencial a expresión del choteo.
Casi literalmente, Cantinflas es la irrupción de la plebe en el idioma. Antes de él, los peladitos, los parias urbanos, sólo existen en el espectáculo como motivos pintorescos, los expulsados de la idea de nación por razones obvias, de esas que se captan nomás de verlos y oírlos cinco minutos. Y Cantinflas aporta la integración de un idioma no muy seguro de sus significados, de una dicción y un ritmo verbal extraordinarios, y de un movimiento corporal que dice irreverencia, desparpajo, incredulidad ante las jerarquías sociales, asombro porque le piden que entienda lo que no es de su incumbencia. No localiza aquí el desafío del pícaro ante lo instituido, porque Cantinflas no transgrede ley alguna, y más bien le da rienda suelta a la inocencia, en un lujo múltiple de pobre, que mezcla insolencia, azoro, felicidad ante el desconcierto ajeno (que interpreta justamente como rendición), gozo al percibir que su fragilidad verbal se convierte en las arenas movedizas de la conversación. El habla para no decir, y los demás lo escuchan para no entender, y su legitimidad viene del sitio que le consigue al habla popular. Hoy nos divierte la lógica del disparate, a la que calificamos de suprema astucia. Entonces regocija la indefensión de los pobres, que nada más eso consiguen cuando hacen uso de lo que creen el castellano.
Las carpas, en los años treinta, son el teatro de quienes jamás podrían acudir al teatro, el music-hall de los pobres donde la agresividad es la forma más sincera del aplauso. Durante medio siglo, de fines del siglo XIX a los treinta, el habla popular, tan marginada y vilipendiada, encuentra en las carpas su gran espacio de batalla, donde lo primero a celebrar de los cómicos, digan lo que digan, es justamente que, con insolencia y regocijo, destruyan el fatalismo del silencio, el farfulleo y la voz baja. Doy un ejemplo característico:
¡Pos ahí está el detalle! Que trais joven --resulta que de momento dice que cada cosa quien sabe entonces... porque eso sí ni modo y hay donde ves, la emancipación propia del mismo pero luego, cada quien ve las cosas según él... Mire baboso peludo... ¡Aguántese! Total --pero no, porque eso sí ni modo. Ora que tú no te das cuenta, pero tenemos hartos vacilones, l'otro día me agarró uno en el teléfono, mira como serás... porque total cuando se encuentra uno luchando por la unificación proletaria qué necesidad había d'eso, porque tú y yo, pues no, pero lo que tú, total... (Transcripción de Miguel Covarrubias).
Hoy se declara al cantinflismo una burla deliberada de la demagogia, y de quienes se extienden en el uso de la palabra para ocultar su carácter insustancial. En sus inicios, Cantinflas no parece burlarse de nadie, sino festejar sus limitaciones con incoherencia, risitas, cabeceos, movimientos dancísticos, extravíos en el laberinto de la conversación, forcejeos con la sintaxis, manejo descoyuntado de lugares comunes, frases del discurso sindical y despliegue animoso de la falta de vocabulario. ``Y le dije, y entonces que dices. Y ni me dijo nada, nomás me dijo que ya me lo había dicho... ¿Y entonces qué? Como no queriendo, y entonces, pues yo digo, ¿no?''. Con cualquier otro cómico estos parlamentos hubiesen sido muy penosos. Con Cantinflas adquieren brío, convicción, la fuerza de la épica del sinsentido.
Si algo, el cine mexicano es popular, es decir, y en este contexto, carente de pretensiones. El público crece desorbitadamente e incluye a buena parte de América Latina, y en el caso de Cantinflas, de España, y este desbordamiento le confiere al habla popular un vigor demostrativo y persuasivo. La conclusión, jamás verbalizada, es tajante: no sólo hablamos así, está bien que hablemos así, es gracioso, divertido, significativo.
* Ponencia presentada por el autor en el marco del Primer Congreso * Internacional de la Lengua Española, realizado en la ciudad de * Zacatecas.