Nadie duda que el teatro llamado comercial debe existir, pero el feroz antintelectualismo en declaraciones de algunos de sus hacedores --puntualmente recogidas por Mónica Mateos en estas páginas-- poco bueno augura de la calidad de los productos que se ofrecen a ese público masivo sin niveles culturales que, para el empresario César Balcázar, está compuesto por ``los arquitectos (aunque hasta él debe reconocer el altísimo nivel de muchos de estos profesionales), los contadores (habrá alguno con culturita, ¿no?), los carniceros, los tortilleros o los puesteros. Al margen de semejantes exabruptos, para muchos de nosotros el teatro es algo más que un simple entretenimiento, es un arte propositivo que ha perdurado en todas las culturas a través de los siglos. Está dirigido a espectadores sensibles e inteligentes, no necesariamente cultos (como lo han demostrado algunos éxitos de público más o menos recientes) y no a esa apática clase media --desde luego, los carniceros, etcétera, difícilmente pueden pagar los precios de boleto-- que poco se inquieta por el pensamiento o la belleza. Y, por cierto, algunos arquitectos han sido responsables de parte de este teatro de arte.
Es verdad que el teatro propositivo enfrenta una larga crisis de público y esto inquieta a no pocos teatristas, que desean la comunicación con el espectador sin ceder en sus proyectos estéticos. Algunas veces se hacen propuestas, sobre todo para dar a conocer las obras de los autores nacionales, que en apariencia son impecables, pero que no funcionan en la práctica, y éste es un nuevo peligro para nuestro teatro. Tal sería el caso de algunos montajes del ciclo Cinco dramaturgos mexicanos del Foro de la Conchita cuyo último estreno, La daga de Víctor Hugo Rascón Banda, tuvo el mismo problema de los elencos que se han visto en casi todo el ciclo: una falta total de adecuación de los actores con sus personajes, en este caso Socorro de la Campa, excesivamente joven para su papel de doña Martha. A esto se agrega que el director, Mario Ficachi alteró el final, en un fallido intento de actualizar el texto: es más creíble en la actualidad que se pueda matar a los hijos a que alguien vaya a estudiar a la URSS; muchas otras cosas fallan en este montaje de una obra que nunca se había representado completa y de la que Julio Castillo tomó un momento para su memorable escenificación de Armas blancas, como es ese sofá frontal que impide la visibilidad desde varias filas de butacas. Pero lo primordial consiste en fallidas actuaciones; a lo mejor, si se les pagara a los actores, se podrían elegir mejores repartos. No pagar a los actores es una injusticia que afea los intentos de no hacer teatro comercial.
Los dramaturgos mexicanos siguen expuestos a toda clase de olvidos y desaires, como lo demuestra esta escenificación de la obra de uno de los autores de mayor trayectoria, como lo es Rascón Banda. Un caso muy especial es el de Gerardo Velásquez, marginado durante largos años hasta que Héctor Mendoza le dio un amplio espaldarazo al dirigir Tiro de dados, escrito por el autor a pedido del maestro para un grupo de sus excelentes actores. A partir de allí, se podría creer que Velásquez tendría un sinfín de oportunidades, con muchos directores disputándose sus obras. No parece ser el caso y, por otra parte, el dramaturgo deseaba intentar la dirección, lo que hizo con un bellísimo texto suyo que ya había naufragado en una ocasión.
Los heraldos negros, cuyo título toma Gerardo de un poema de César Vallejo, juega con los tiempos como es ya casi constante del autor y devela poco a poco una dolorosa trama de amor, de traiciones y de sobrevivencia, con alusiones a una lucha guerrillera y la represión a que da lugar, en la que Miguel aparece en un principio como una sombra siniestra, posiblemente del pasado, hasta que se revela como un ser del presente, del futuro para algunas escenas. El encuentro entre Peco y Miguel también colabora para borrar las fronteras del tiempo, en ese girar en torno de la abuela, pivote de la trama, con sus tiempos de salud mental y senilidad.
El dramaturgo dirige sin el talento que se le reconoce como autor, sobre todo porque no logra homogeneizar los modos actorales de Tara Parra con los de los dos jóvenes, Jorge Saviñón y Moisés Arizmendi, éste último el más convincente de los tres. La escenografía tampoco logra proyectar ese espacio intemporal (y si la producción es pobre, hay que acreditarle a Gerardo Velásquez que prefirió destinar los recursos al pago de los actores antes que a una escenografía, aunque es bien cierto que ésta podría haber sido más creativa) y la iluminación, al día del estreno, errática y poco funcional. Con todo, vale la pena conocer el hermoso texto de uno de nuestros mejores dramaturgos.