Rodolfo F. Peña
La encomienda

Para mí es claro que podrían esgrimirse objeciones legales a la conducta del presidente Ernesto Zedillo durante la toma de protesta de los candidatos del PRI, el sábado, en un recinto de este partido. Y ciertamente no tanto por su presencia, sino por lo que dijo. Sus palabras, tan exaltatorias de la actual mayoría parlamentaria como desconsideradas con la oposición pero, sobre todo, su afirmación de que sin esa mayoría no podría cumplir la encomienda que recibió de los sufragantes en l994, equivalen a una forma de coacción y presión sobre los electores, lo que está expresamente prohibido por las leyes electorales.

Y el lunes siguiente, al responder a las críticas que inevitablemente tenía que suscitar su infortunada actuación en el PRI, la actitud del primer mandatario fue todavía más censurable. En un mensaje dirigido a la ciudadanía como Presidente, utilizando bienes a su disposición por virtud de su cargo y poniendo en la balanza todo el peso de su investidura, apoyó de nuevo, abiertamente, a un partido político, comportamiento sancionado por el Código Penal.

Pero dejemos eso, porque no se trata, al menos en mi caso, de llevar el celo legal hasta el enjuiciamiento del Presidente, lo que con toda probabilidad sería otra desmesura.

Puede admitirse sin esfuerzo que gracias al apoyo legislativo de la mayoría priísta haya podido conducirse sin escollos una determinada política económica y lograrse la reforma a la Ley del Seguro Social y la nueva Ley de los Sistemas de Ahorro para el Retiro (y a otras leyes, como la que lleva a la privatización de la industria petroquímica). Pero si algún mérito hubiera en esos y otros muchos cambios, sería de quienes los propusieron y no de la burda aplanadora que los aprobó presumiblemente sin entenderlos siquiera. El Presidente no debiera hacer la glorificación de los legisladores de su partido a sus expensas. Pero los méritos son muy dudosos; tanto, que pueden transmutarse en culpas, y entonces se entiende el traspaso de la paternidad.

Sin duda ha habido otras mayorías legislativas indiferentes a la sociedad e indecentemente sumisas; la que está por concluir su gestión ha sido de las peores, y esto es de una evidencia deslumbrante. Su desmesurada exaltación presidencial indica sólo la clase de Congreso que el Presidente quiere, el tipo de mayoría adicta con la que sí podría cumplir cabalmente su encomienda.

¿Y qué encomienda es esa que sólo puede cumplirse mediante la negación del debate legislativo? Constitucionalmente, los poderes se instituyen por el pueblo y para su beneficio. La encomienda de 17 millones de mexicanos al candidato triunfante Ernesto Zedillo consistió en que ejerciera el poder de forma que nos devolviera la seguridad en nuestra soberanía, en nuestras fuerzas, en nuestros recursos, en nuestra moneda, en nuestro porvenir, en todo lo que él había resumido en la propuesta del bienestar familiar. Pero ni la acción de gobierno ni las medidas legislativas ni la política económica se han encaminado en esa dirección. Sin desconocer algunos logros pírricos, lo que mayormente hemos cosechado son desengaños y tribulaciones. Esa encomienda, más bien impuesta, no merece defenderse.

Para el Presidente, como en la expresión socrática, la oposición ofrece sólo cabezas perezosas que lanzan utopías sin cuidarse de que sean realizables. ¿Será? En ese caso habría que abolir la reforma política, en su cara electoral, y volver al sistema de partido casi único para asegurarse siempre la mayoría en el Congreso (lo que es un modo de acabar con la división de poderes) y garantizar la eficacia de la encomienda, fuere cual fuere. Pero también puede aceptarse, y esto es lo más recomendable, la idea de que muy probablemente el partido de Estado pierda la mayoría en el próximo Congreso, y todo lo que habría que hacer para evitar una dramática crisis gubernamental sería cambiar la encomienda y negociar políticamente, como se hace en otras partes.