La idea de que la democracia se funda en la competencia racional puede ser también una patética ilusión. A las puertas de la tan deseada normalidad democrática descubrimos, con azoro, que la intensidad de las campañas, la libertad de los partidos para decir y actuar, no siempre significa que la política goce de buena salud.
La mercadotecnia electoral comienza a sofocarnos pero las ideas escasean; abundan, en cambio, los golpes bajos. La competencia por el voto tiende a derivar hacia un seudodebate en el cual la confrontación de ideas, programas y principios, es sustituido por el pleito ad hominem, la criminalización de las diferencias, la descalificación que enturbia la escena y crispa los ánimos.
El llamado urgente a civilizar la política, que estaba en el centro de cualquier propuesta progresista democrática de los últimos años, si no ha desaparecido del todo, al menos está penosamente arrinconado en espera de tiempos más favorables. Lejos de aprovechar las inmejorables condiciones legales que ahora tenemos, los principales actores políticos parecen esforzarse en reducir la que debía ser una animada discusión nacional a una pugna de barandilla entre leguleyos de segunda categoría, con lo cual, dicho con todo respeto, erosionan la credibilidad de todo el proceso y no solamente la de su circunstancial adversario electoral. Todo quiere llevarse al tribunal, olvidando que la legalidad reformada trata de abrir, justamente, las compuertas tanto tiempo contenidas al debate político que, en rigor, existe pero disminuido.
Véase, por ejemplo, la discusión suscitada por la desafortunada presencia del Presidente en la televisión. Mucho se discute si es legal o no, si el mandatario puede o no declarar públicamente su militancia y hacer propaganda a favor del PRI. Creo que esa cuestión, siendo importante, no es la más significativa. Personalmente creo que el Presidente no comete delito alguno al apoyar al partido al que pertenece. Se ha dicho: eso ocurre en cualquier democracia respetable. Pero esa es, justamente, la cuestión. México no es cualquier democracia.
Supongo que a los priístas les agrada que el Presidente sea, justamente, su Presidente, pero al afirmarse en esa parcialidad el mandatario se hace un flaco favor a sí mismo y a la causa que desea defender. Es imposible, ciertamente, encontrar una medida adecuada para saber cuál es la ``sana distancia'' que el Presidente debe guardar con relación a su partido, pero más importante que eso, en México, es el modo como el Presidente se ve a sí mismo e interpreta su papel en la transición. No es congruente que un Presidente comprometido con una reforma democrática sea, al mismo tiempo, un celoso guardián de las prácticas del pasado.
Lo que está en juego no es el derecho del Presidente a emitir opiniones particulares, sino la pertinencia política de tales declaraciones, sobre todo cuando la insistencia en ellas lleva implícito el riesgo de convertir un simple desacuerdo político en un problema de Estado.
El sentido común, cuando no las encuestas y otros análisis, indican que los próximos comicios serán una piedra de toque para el nuevo pluralismo mexicano. Es difícil saber si las expectativas de quienes vaticinan una derrota del oficialismo tienen un fundamento real o no, pero lo cierto es que de aquí en adelante ya nada será como antes. Por eso urge tener algunas cosas claras: la primera es que la única garantía arbitral la tenemos en los órganos electorales ciudadanizados, por cuya integridad debe velarse; la segunda, que nadie quiere la derrota del Presidente, cuyo papel en la transición es, puede ser definitivo. Ni siquiera los profetas del ``gobierno dividido'' podrían sostener la torpe idea de que se trata de encerrar al Ejecutivo en un callejón sin salida. Eso sería suicida. No adelantemos vísperas, dejemos a la democracia ser, para ser democráticos.