En los ya largos años que llevamos de zedillismo, algunas nuevas formas de cultura se han desenvuelto. Entre otras, la llamada ``nueva cultura laboral'', que tanto favorece a los patrones internos y a los inversionistas; la novísima ``cultura policiaca'', que tan vistosos logros ha conseguido en el combate contra la delincuencia originada en la miseria como en la militarización de la sociedad; ``la nueva cultura ciudadana'', que tantas incurables migrañas está sembrando en los privilegiados cerebros de nuestros políticos del PRI y, ahora, a partir del 12 de abril, ``una nueva cultura presidencial'' que ha penetrado la distinguida personalidad de quien desde finales de 1994 ocupa el sitial de Primer Magistrado de la Nación, titular del Poder Ejecutivo Federal, jefe supremo de las Fuerzas Armadas de la Nación, jefe del partido oficial (PRI) y máximo protector de la impunidad de su antecesor, entre otros muchos títulos, cargos y honores.
Ahora trataremos de escudriñar los perfiles de esa ``nueva cultura presidencial''.
Cronológicamente, el primer rasgo distintivo es su fidelidad a la tradición de la democracia electoral del partido político del Estado, manifiesta desde el primer día, con la reiteradas alabanzas al que estaba dejando de ser ``el señor presidente'' Salinas, para convertirse en un vulgar ex presidente, necesitado de apoyo y protección frente a malignos propósitos de someterlo a las sanciones en que sus conductas ilícitas lo hacían legalmente acreedor. Pero no sólo el agradecimiento convertido en impunidad caracterizaron, desde el principio, a la nueva cultura presidencial. Hubo que tener también en cuenta la firmísima decisión de continuar la política económica neoliberal, entreguista hacia fuera y contraccionista hacia dentro, que mantuvo Salinas, para atender los propósitos del imperialismo norteamericano.
De esa manera la ``nueva cultura presidencial'' se distinguió, desde el arranque, por un fiel agradecimiento a Salinas de Gortari, manifestado en una gruesa capa de impunidad, y una invariable política neoliberal, que significaba la continuación de la miseria y el desempleo para las capas populares y el enriquecimiento corrupto de la oligarquía apoyada por las fuerzas del capitalismo globalizante, disfrazado de inversión extranjera, de narcotráfico o de lavado de dinero.
La angustiosa situación en que se encontraban la micro y la macroeconomía al finalizar 1994, originada primordialmente por la política económica y el entreguismo globalizante salinista, obligó al novel presidente Zedillo a buscar desesperadamente una tabla de salvación y creyó encontrarla, al menos para los problemas de la macroeconomía, en la ayuda financiera del Tesoro norteamericano y de algunos de sus aliados. De esa manera, gracias a la ayuda del capitalismo externo, libramos, al menos temporalmente, la catástrofe financiera, el derrumbe de nuestra gran economía, aunque con muy grave riesgo para los cada vez más vacíos estómagos de muchos millones de mexicanos, sin trabajo, sin ingresos o con ingresos misérrimos y con la amenaza, cada día más cercana, por la codicia de los negociantes del petróleo y por la estrategia militar de los grandes mandos yanquis, representa nuestra riqueza petrolera, hoy explotada por una estructura burocrática en progresivo declive y fragmentación malintencionada.
La solución supuestamente salvadora de conseguir dólares reembolsables con accesorios, y reducir aún más los niveles de vida del pueblo mexicano, fue el segundo dato distintivo de la ``nueva cultura presidencial''.
Tal vez el tercer rasgo dominante de esa nueva cultura fue el de imponer reformas constitucionales y legales con el declarado propósito de mejorar la situación nacional. El ritmo de modificaciones legales en todas las jerarquías normativas alcanzó una velocidad insuperable. Como consecuencia, se logró acentuar la dependencia de la Suprema Corte a las decisiones del Ejecutivo y se fortaleció el papel decisivo de la mayoría parlamentaria priísta; se dio vida a un sistema electoral ``ciudadanizado'', cuyos motores más potentes siguen controlados por la oligarquía gobernante y hasta hemos caído ya en un grado de militarización de las instituciones de represión o de protección, empezando por los cuerpos policiacos, que ha dado un nuevo carácter pretoriano y dictatorial al gobierno, inspirado en la ``nueva cultura presidencial''.
Muy largo sería el camino que nos permitiera recorrer las más significativas reformas propuestas e impuestas por Zedillo y su partido oficial. Basta con afirmar que, en sí mismos, sólo representan un avance no deseado el despertar ya clamoroso de una ciudadanía que no está dispuesta a sufrir más pobreza injustificada ni más mendacidad de sus dirigentes gubernamentales. El engaño oligárquico menos digno de credibilidad es el de que ahora sí, gracias a las instituciones electorales casi perfectas que ha creado el presidente Zedillo, tendremos, en julio de 1997, un proceso electoral limpio, legal, confiable y cuyos resultados, sean cuales fueren, serán respetados por el gobierno.
La ciudadanía mexicana, movida por hambre, por indignación y por una creciente desconfianza hacia la oligarquía gobernante, irá rabiosamente a las urnas, sabiendo que su tarea ciudadana no será sólo la relativamente sencilla de concurrir a depositar, debidamente llena su boleta, sino incluirá la más compleja y difícil de exigir a los órganos electorales competentes que, en ejercicio de su independencia e imparcialidad, proceda a llevar al cabo todos los actos de calificación, cómputo y decisiones declaratorias que les corresponden con o sin la conformidad de las autoridades gubernamentales.