La actual exposición de Fernando García Ponce (1933-1987), en el Palacio de Bellas Artes, puede y debe entenderse como una confirmación: la confirmación del gran pintor que fue, del sitio predominante que ocupó en su generación y en la pintura mexicana, y de lo vigente que sigue su obra. Es un hecho histórico, sin duda, pero también, como sucede cuando se trata de pintura de verdad, un hecho absolutamente presente.
Los grandes cuadros, de su plena madurez, que están en la sala mayor, cuyo discurso cobra más coherencia después de visitar las salas de arriba, donde están desde sus pininos, su paso definitivo a la pintura abstracta y la afirmación, temprana, de un modo personal, cambiante pero siempre con las cualidades alcanzadas y retenidas, hasta llegar a, incluidos los trabajos sobre papel, 102 obras expuestas: todo el conjunto nos da una visión plena de lo que es el artista.
Desde los primeros retratos y naturalezas muertas de 1951 (a los 18 años), 53, 55, hasta sus arrebatadas obras finales y el último cuadro inconcluso al llegarle la muerte: 36 años de pintor. No es tanto, pero es mucho si consideramos la obra realizada por un hombre en condiciones de salud difíciles siempre y en situaciones de vida no siempre fáciles.
Alguna vez dije que la pintura de García Ponce se movía dentro de coordenadas muy precisas, al punto de que no se percibía un camino sino en profundidad, como la persecución de un solo cuadro. No fui el único. Observaciones similares hicieron otros que sobre él escribieron.
Tampoco es sólo mía la constatación de que resultaba impresionante que el artista de una vida tan tensa y conflictiva tuviera, por una parte, esa gran capacidad de trabajo, por otra, la serenidad suprema de sus obras. Juan García Ponce lo dice en frase plena: ``En los cuadros su violencia exterior se volvía equilibrio''.
A mediados de los años ochenta, sin embargo, y en ese trazo final de su vida de pintor sí hubo grandes novedades, quizá no buscadas adrede pero inevitables. Su color se había ido muy paulatinamente modificando, abandonando los grises, verdes secos y ocres para desnudarse en blanco, rojo y negro. Las obras adquirieron una luminosidad a vueltas mayor. Entonces empieza a usar cada vez más el agregado de otros materiales, muy a menudo los que estaban a la mano, lo mismo unas tablas rajadas que un pedazo de tapete viejo, recortes de revistas o periódicos, fotos, pedazos de plástico. Esos materiales dispares, retrabajados con la pintura, se ordenan con la sabia manera del artista. Pero a menudo tiende a preferir ahora la incursión de ejes diagonales y, también, los chorreados y escurridos de los pigmentos ocupan mayor presencia. Pese a que las composiciones son impecables hay una fuerza tensada como no se había visto. Un canto del cisne.
El discurso de esa vida de pintor no podría sentirse como se siente sin la muy acertada manera de presentarlo. Agustín Arteaga y su equipo --con los apoyos de Carlos García Ponce y el suyo-- hicieron una selección muy certera pero además lograron un impacto visual de primer orden. La gran sala, liberada de mamparas, con el cuadrote de Osaka recibiendo al espectador y libre el tiro formidable para ver las obras, es un acierto.
No quiero terminar esta corta reflexión sin referirme al texto de Juan García Ponce que trae el catálogo después de las presentaciones de Rafael Tovar y Gerardo Estrada. Juan ha escrito mucho sobre su hermano Fernando, sobre su arte. Aquí el texto habla de su arte y del artista, del hombre, del hermano, de recuerdos de vidas, aventuras, cosas, casas. Apenas en otros relatos había dado primicias de ello. Aquí la pintura, entendida quizá más serena y más profundamente que antes. Aquí la cercanía del cariño, nunca perdido pero cada vez más recuperado.
A diez años de muerto y 27 de su anterior gran exposición en Bellas Artes, el arte de García Ponce se confirma.