La Jornada sábado 19 de abril de 1997

Rolando Cordera Campos
Televisión, empresa y circulación de ideas

El señor Emilio Azcárraga Milmo creó una empresa colosal de entretenimiento y comunicación que ha trascendido las fronteras de México. Sus célebres telenovelas que chinos, soviéticos, chilenos o italianos por igual seguían y celebraban, hasta reconocer poetas y creadores de toda suerte por ser de la ``tierra de Verónica'', según cuenta Carlos Monsiváis que le ocurrió a él y a otro extraordinario polígrafo mexicano, son la referencia obligada cuando se piensa y habla del emporio forjado por Azcárraga. También lo es, en la actualidad, el gran despliegue de inversión hecho por su empresa en torno a Eco y la comunicación satelital de alcance y ambición trasnacional.

De igual modo, es y seguirá siendo asignatura obligatoria cuando de Azcárraga y la tele se hable o discuta, el efecto que su particular manera de entender la comunicación y la difusión de la cultura tuvo y tiene sobre los resortes políticos-culturales de México. Una sociedad, no lo olvidemos, alejada masivamente de la lectura y volcada sin mediación alguna al mercado electrónico de la imagen y las ideas.

De todo esto se ha hablado y escrito en México desde hace mucho y es de esperar que no sólo se siga haciendo, sino que el debate se intensifique al calor de los cambios que se esperan y desean en el sistema nacional de información y comunicación sociales. Este cambio ya llegó y es de veras, como escribió antier Raúl Trejo. Pero sus vertientes de expresión y formas básicas de materializarse, en contenidos y relaciones sociales y políticas, están por emerger claramente, están por verse y, esperamos, por hacerse colectivamente.

Azcárraga fue un irrepetible hombre de empresas. Su propio éxito en cuanto al uso más que oportuno de la tecnología y de unas relaciones de privilegio con el Estado, describe una trayectoria histórica de la empresa mexicana y del país mismo que no se volverá a dar tal y como la vivimos y sufrimos. La tecnología que usó el dueño de Televisa para expandirse y afirmar su poder de mercado y político, en sus cambios fantásticos determina fatalmente otras formas de imaginar, hacer y triunfar en los negocios de la comunicación y el entretenimiento.

También en las empresas opacas a él atribuidas, y de beneficios difusos pero igualmente reales, de la manipulación o el control informativos, ocurre algo similar: el país y el Estado que las propiciaron y usufructuaron hasta volverlas rutina del poder, han cambiado y casi todo indica que lo hacen en una dirección opuesta al mantenimiento o la justificación de tan indeseables inercias del intercambio mental y político nacional. La manipulación y las ganas de emplearla no desaparecerán jamás del horizonte de la política del poder, pero el manipulable nunca es ``el de siempre'' y en un ambiente de ciudadanía extensa y democracia real, el campo para la prepotencia informativa se angosta sin cesar. Así va, al menos, el credo ciudadano de esta hora.

Una y otra vez, Azcárraga motivó un debate que no ha concluido, tal vez nunca lo haga: la televisión es para entretener, no para educar. No hay tal, en rigor; la tele es tan poderosa que no puede ser vista ni usada unívocamente, siempre educa, o maleduca, pero la educación (o mal, o deseducación) está irremisiblemente inscrita en su código. Lo que queda por ver es si los modos actuales, que tan célebre hicieron a Emilio Azcárraga, son los únicos, los mejores o los más rentables.

La televisión pública y la de paga tienen mucho qué hacer en la educación y, de manera particular, en esa dimensión poco explorada por nosotros todavía que es la que tiene que ver con la formación y la difusión de las ideas a partir y en torno de la sociedad, la economía, la política y el mundo como entidad de relaciones sociales y de poder. Lo que los americanos dan en llamar ``programas de servicio público''.

Con o sin la simpatía del empresario desaparecido, lo ignoro, en Televisa hoy lo intentan varios periodistas, a pesar de la supuesta filosofía dominante ``por el entretenimiento'', como ayer lo hicieran en Anatomías y Contrapunto Jorge Saldaña y Jacobo y Abraham Zabludowski, y como lo hizo Agustín Granados en sus estupendos programas de difusión de ideas y cultura.

La tele no sólo tiene que expresar los nuevos tiempos de la política y la pluralidad; se le puede exigir realista y racionalmente, que estimule la deliberación civilizada y le dé a la circulación de ideas un estatuto no sólo digno sino de privilegio en el escenario del cambio cultural mexicano. Se habrá superado, entonces, una visión dicotómica y reductiva cuyo momento, si es que en realidad lo hubo, ya se fue.