En el Brasil, la marcha (de mil 200 km) de los miembros del Movimiento de los Sin Tierra que, con la solidaridad de los trabajadores y desocupados y de los partidos de izquierda y sindicatos, ocupó con decenas de miles de personas la capital, Brasilia, ha dado un nuevo cariz al problema de la reforma agraria, pues 85 por ciento de los brasileños está de acuerdo con el MST y el gobierno, por lo tanto, ha debido modificar su actitud ante ese movimiento.
Hasta hace poco, en efecto, cuando se hablaba del problema era para lamentar los asesinatos de campesinos, líderes sindicales agrarios y hasta sacerdotes o para denunciar la venta de ganado, por parte de los terratenientes, para comprar armas y equipar a sus ejércitos privados contra los que buscaban tierra para trabajarla y poder vivir. Es que en el Brasil 35 mil latifundios abarcan más de un millón y medio de hectáreas (una superficie equivalente a media Europa), mientras cuatro millones de familias carecen en cambio de tierra. La tierra sin campesinos, improductiva, es así causa de la miseria de los campesinos sin tierra y de los bajos salarios y las condiciones de miseria material y moral en los centros urbanos de este país riquísimo.
Esta situación, denunciada por la Pastoral de la Tierra de la Iglesia católica y por la izquierda durante años, se mantuvo como un escándalo permanente hasta que el MST comenzó a ocupar los predios improductivos, incluso alguno de propiedad del propio presidente de la República, a pesar de los desalojos a mano armada sea por la policía, sea por los guardias blancos (``jagunáos'') de los terratenientes. Ahora, con el salto cualitativo del movimiento alcanzado por su trascendencia política nacional y por sus alianzas con organizaciones y partidos poderosos, la reforma agraria es ineluctable.
Este hecho rompe con toda la tendencia imperante en América Latina que, desde la época de la Alianza para el Progreso en los años 60, había eliminado esa medida incluso del arsenal de las políticas posibles y había declarado cerrado el capítulo de la redistribución de la tierra. En efecto, durante años y con el argumento de que ``el derecho de propiedad es indivisible y no se toca'' (prescindiendo, por supuesto, del concepto de expropiación por utilidad pública o por necesidad nacional), los gobiernos concedían tierras sólo con cuentagotas, pagándolas carísimo a los propietarios que las cedían, u otorgaban en cambio tierras estatales baldías, destruyendo los recursos al extender sin plan alguno la frontera agrícola a costa de la cobertura vegetal. Hoy todo eso pertenece al pasado y el presidente Fernanbdo Henrique Cardoso reconoce los justos reclamos del MST y acepta discutir con éste y crear fondos especiales para ubicar cientos de miles de familias en nuevas tierras y los mismos terratenientes (aunque mantienen sus ejércitos privados) no se animan a recurrir a la violencia y discuten en cambio el precio y la calidad de las tierras que deberán entregar.
Esta alianza triunfante entre los campesinos, los obreros rurales, los urbanos, la izquierda y la parte más progresistas de la Iglesia, abre el camino para la justicia y para una nueva fase de desarrollo en Brasil y en los países que tienen problemas similares (como Paraguay, por ejemplo). No es por lo tanto casual que el MST comience a discutir con el presidente no sólo el problema de la tierra, sino también una alternativa a la concentración de la propiedad resultante del neoliberalismo y, por consiguiente, la creación de una economía en el Mercosur que respete el mercado interno y los ingresos de las mayorías. Hay que saludar pues, como un ejemplo importante, la madurez y sensibilidad del gobierno brasileño que escoge la vía del diálogo y la razón y la de los trabajadores rurales y urbanos de ese país que han decidido tomar en sus manos su propio destino y reformar con ellas una sociedad injusta.