El inicio del Festival de la Ciudad de México me hace recordar una experiencia reciente en la que se combinó la excelencia artística con una especie de barbarie: El Cervantino. El primer fin de semana del XXIV Festival Cervantino lo pasamos mi esposa y yo en Guanajuato, para asistir a los tres conciertos para los que teníamos boletos, dos de la orquesta sinfónica de Dresde y uno de la Camerata Suiza.
Gracias a la gentileza de los organizadores del Festival, a última hora conseguimos habitación en un hotel de Guanajuato, pues hasta ese momento lo que teníamos era una reservación en León y el prospecto nada agradable de ir y venir todos los días entre León y Guanajuato (somos tan melómanos que estábamos dispuestos a hacerlo).
Confieso que esta fue la primera vez que asistimos al Festival Cervantino como tal, aunque hace ya muchos años habíamos disfrutado de los Entremeses y de los Pasos, así como de una Bodas de Sangre inolvidable. Esta vez fuimos atraídos por la posibilidad de escuchar a la sinfónica de Dresde, porque en esas fechas estaríamos en Aguascalientes y de regreso podíamos quedarnos en Guanajuato; entonces no sabíamos que esa orquesta daría uno de sus dos conciertos en la ciudad de México.
Muchos amables lectores seguramente saben que el Teatro Juárez de la ciudad de Guanajuato es pequeño y que a pesar de las estructuras de madera que se colocan en el fondo y en la parte superior del escenario para mejorar la proyección del sonido, la acústica que se logra es apenas pasable; de todos modos, el teatro estaba casi lleno en los dos conciertos. En el primero escuchamos dos obras: un concierto para violín y orquesta de cuerdas de Mozart, con un jovencito alemán como solista tan alto y tan flaco que parecía arco de violín, pero que tocó con gran propiedad un Mozart muy alemán, y después la primera sinfonía de Mahler, ``El Titán'', que acabámos de escuchar un par de semanas antes interpretada por la OFUNAM con Ronald Zollman como director. Aquí la sinfónica de Dresde demostró porqué es una de las orquestas más famosas y mejores de Europa; su versión de la sinfonía de Mahler fue mesurada en vez de desenfrenada, académica en lugar de vibrante, precisa en vez de epopéyica, dibujada con trazos finos y elegantes en lugar de esculpida a martillazos.
Acostumbrados a versiones mucho más sonoras y ruidosas, como las de Bernstein o Haitink, y con la brillante versión que acabábamos de escuchar por la OFUNAM (que a mi me gustó mucho pero a mi esposa le pareció estridente), el ``Titán'' de la sinfónica de Dresde fue un descubrimiento, que escuchamos encantados, como si nunca la hubiéramos oído antes. El segundo concierto incluyó la obertura Egmont, el concierto para violín y orquesta de Bruch, otra vez con el joven y flaco violinista alemán, quien otra vez lo tocó con gran técnica y disciplina (pero con poco lirismo), y la tercera sinfonía de Beethoven, ``Eroica'' (sin h porque es italiano). Esta fue la mejor manifestación de la maestría de la orquesta de Dresde, al presentar una ejecución no sólo perfecta sino solemne, majestuosa y sublime; las cuerdas rivalizaron con los metales en la sutileza de sus matices y en la fuerza de sus unísonos, los bajos marcaron majestuosos el ritmo de la marcha fúnebre, y toda la orquesta hizo sonar a un Beethoven poderoso, dueño de su técnica musical, inspirado y capaz de expresar los sentimientos más nobles y elevados del ser humano. Como entonces en las dos ocasiones la orquesta tocó piezas para mostrar que no sólo entiende a Mahler y a Beethoven, sino también a Wagner, a Liszt y a Ravel. El éxito fue clamoroso y muy merecido. El tercer concierto que escuchamos fue el de la camerata suiza, que desgraciadamente fue en la iglesia de la Valenciana, cuya acústica es abominable y cuyos asientos son los más duros del hemisferio occidental; además, por razones que considero insondables, no nos permitieron ingresar a la nave de la iglesia sino hasta 15 minutos antes del concierto y tuvimos que esperar parados haciendo cola bajo el rayo del sol guanajuatense del mediodía, que hace hervir las piedras. El programa que tocó la camerata fue muy variado, desde Hndel hasta Mozart, pasando por autores suizos contemporáneos, unos mejores que otros; por fortuna, la última selección fue la sinfonía 29 de Mozart, que surgió de sus cuerdas en forma alada, etérea, elegante y bellísima (no parecían suizos sino vieneses).
Pero mi esposa y yo no volveremos al Festival Cervantino, porque la ciudad de Guanajuato se transforma en un campo de batalla de hordas (o jaurías) de miles y miles de jovencitos y jovencitas de 13 a 18 ó más años de edad que llenan por completo las calles, las plazas, el mercado, los discos y otros lugares más de reunión, exhibiendo un comportamiento tan ruidoso como lamentable a todas horas del día y especialmente de la noche; unos amigos nos comentaron que el alcohol y las drogas fluyen libremente entre esa juventud que no asiste a las funciones culturales sino sólo a los conciertos de rock y otros semejantes, y que con sus desmanes han provocado ya la desesperación de muchos residentes guanajuatenses, que han solicitado a las autoridades la desaparición del Festival Cervantino. ¡Qué lastima que una idea tan hermosa haya sido contaminada por un comportamiento tan bajo, tan desconsiderado y tan ajeno a la cultura!