No cabe duda que nos ha tocado presenciar una de las etapas más complejas y apasionantes de la historia humana, caracterizada por el explosivo crecimiento de la población y por el impresionante avance de la ciencia y la tecnología.
Sin embargo, demografía y tecnología no corren en la misma dirección y más parecen enfrentadas ya que el enorme crecimiento poblacional se presenta en los países con menor acceso al avance tecnológico, resultando que los países ricos presenten tasas de crecimiento demográfico menores, incluso negativas, y sean los países pobres los que más se reproduzcan.
La inequitativa relación del 80-20 que se observa en casi todo lo que determina la calidad de vida: en el consumo de energéticos, donde el 80 por ciento corresponde a países ricos y 20 por ciento a los pobres, en la disponibilidad de alimentos, entre otros factores, hablan de un escenario a todas luces dispar.
Es obvio que la perspectiva de futuro que tienen países ricos es diametralmente opuesta a la de los pobres. No puede ser de otro modo, ya que mientras unos aspiran a políticas públicas se hagan cargo del ocio excesivo de sus integrantes, otros están ocupados en resolver problemas de hambre, insalubridad, violencia, que socavan sus estructuras comunitarias.
Hay, sin embargo, un espacio que parece ignorar o por lo menos no tener presente esta contradicción básica y es el referido al proceso de globalización de la economía, hecha posible por el avance de la tecnología y el desarrollo de los medios de comunicación, pero más que nada por el derrumbe del socialismo partícipe de la artificial separación geopolítica del mundo.
A pesar de lo que sus propagandistas pregonan, no sería la primera vez que la humanidad construye un sistema global. La Edad Media es un buen ejemplo de una globalización anterior que es desplazada al no responder a las aspiraciones del hombre de entonces.
El derrumbe del orden estático del universalismo medieval se gesta impulsado por los dos grandes movimientos espirituales conocidos como el Renacimiento y la Reforma que dejan franco el camino a un nuevo individualismo, que pone el acento en lo específico y en lo único, en contraposición a lo general, y que encuentra su verdadero sentido cuando aparece un vigoroso poder central que da nacimiento a la unidad de la nación futura la cual logra su total configuración tiempo después, en la segunda mitad del siglo XVIII, teniendo como corolario a la Revolución francesa.
El despliegue de los Estados nacionales, ciertamente nunca homogéneo, ni necesariamente justo, sí habla de un hecho central que parece ya no ser relevante: el reconocimiento de las condiciones reales que impactan y limitan la construcción del futuro. No se quiere decir con esto que se renuncie al ideal, pero tampoco se propone hacer del ideal realidad ficticia.
En el mundo de las contradicciones que hoy nos asaltan, conviene revisar los primeros síntomas que la incipiente globalización ha generado. En primer lugar, que su enunciado básico es el de acotar o predefinir los bloques o escalas en que habrá de sustentarse; más parece un proceso de regionalización que uno de globalización. El argumento de vamos a globalizarnos, pero sólo nosotros, no parece ser el más indicativo de una idea de aldea global.
En segundo lugar, que ha dado lugar al temor, cierto y fundado, de que se convierta en el vehículo que estimule el desplazamiento masivo de pobladores de los países pobres hacia los ricos, levantándose en consecuencia barreras, no sólo legales sino físicas para evitar que los flujos migratorios se concreten. Curiosa globalización que empieza levantando muros.
En tercer lugar, que intenta hacer homogéneas, sin bases lógicas, a sociedades y economías totalmente diferentes, no sólo por su tamaño y características sino por los fundamentos históricos y culturales que las explican. Las culturas centenarias tienen otros tiempos de reacción a las que poco dice la prisa implícita en la tecnología contemporánea.
En cuarto lugar, que ha desatado procesos que en esencia busca superar los nacionalismos, que permanecieron adormecidos bajo el conjuro de un mundo artificialmente bipolar, pero que han demostrado su vitalidad. Los Balcanes, Chechenia, por citar sólo dos ejemplos, no parecen ser el preámbulo de una aldea globalizada, sino la reedición de la vieja aldea tribal y racialmente enfrentada.
En quinto lugar, que pretende gobernar una organización por demás compleja con herramientras arcaicas, insuficientemente consensadas a las que, además, no se les confiere un claro mandato. ¿No resulta jocoso que la super carretera de la información sea boicoteada por la imposibilidad para que camiones de carga crucen las fronteras, en uso pleno de los tratados, por razones supuestamente ecológicas?
La revisión de estos fenómenos es indispensable, no para renunciar a formar parte del futuro sino para hacerlo entendiéndolo como un proceso de largo plazo para el cual no se tienen experiencias y en el que las tremendas desigualdades dejen poco margen de negociación a los más débiles.
Igualmente aceptar que, como países, como naciones, debemos preservar los instrumentos que nos permitan responder a los problemas específicos que enfrentamos y que son totalmente distintos a los de otros integrantes de la famosa aldea. No desmantelar aquello que es resultado de los procesos históricos y sociales definiendo lo que se usa del proceso de globalización; participar en la construcción de futuro, sí, pero definiendo el para qué, para quién.
Es posible que el nuevo milenio sea recibido con un exitoso proceso de globalización, soportado por Estados supra nacionales eficientes que hagan de la iniciativa individual su impulso esencial; sin embargo, la condición para lograrlo, igual que hace ya muchos siglos, es que de este proceso el hombre obtenga su plena realización. De no ser así, la globalización del presente sólo será el antecedente de la nueva reforma, del nuevo renacimiento que las vueltas del tiempo volverán a traer.