Hermann Bellinghausen
Los tres huastecos

A Manuel, acabado de nacer: bienvenido.

Quién sabe quién había dejado abierta la jaula. De seguro Donaciana, que le encanta descuidar esas cosas. Y a los loros les encanta aprovechar la oportunidad de salir de farra, cagarse siempre en la silla de don Abundio, pararse en el barandal y decir su repertorio de corrido y hasta que la muerte los separe.

Los loros, que de cariño aquí les decimos pericos, se llaman Sara, Patitas y Silverio, y son capaces de sacarse los ojos por un zapote o un mamey, enmedio de estruendos que basta con cerrar las ventanas para que no trasciendan al vecindario, pero cuando no hay manjares bajan la voz y conversan lorescamente. Silverio canta como tenor que acaba de tragarse una tachuela. Tiene esa gracia.

Ese día los pericos decidieron salir a pasear. Cuando don Abundio quiso sentarse a leer el periódico (actividad que, para como están las noticias, siempre le da agruras), lo primero que encontró fue la caca en su silla de mimbre.

-Mierda -dijo, virando en busca de un clínex, un culpable, un médico, un grito a Donaciana o algo. Entonces topó la jaula toda abierta: ``Donaciana'', pensó, furioso, satisfecho de haber identificado, por rutina, al transgresor, con ese mezquino placer que encuentran los patrones en demostrarle su superioridad a la servidumbre.

Se las iba a pagar, pensó, olvidando la ausencia del trío, concentrando todo su odio en Donaciana. La empezó a llamar, dando voces.

Donaciana tardó en aparecer, y lo hizo de mala gana, un trapo húmedo entre las manos y una mirada a don Abundio de ``¿qué no ve que estoy ocupada?''

-¿Qué quiere? -le preguntó, y se tragó el ``pinche viejo'' que traía en mente.

-La jaula -rugió don Abundio, señalando el cuerpo del delito, en espera de la capitulación inmediata del enemigo.

Treinta y cuatro años en la casa le habían dado a Donaciana el privilegio de ser respondona, lo mismo con el señor Abundio y la señora Francisca, su señora, y no les tenía ningún miedo ni a los nietos ni a las nueras de los señores. Ofendida, agitó en alto su trapo de franela, rojo:

-¿Qué se cree usted que a estas horas de la mañana he tenido tiempo de venirle a hacer la terraza? Ora ni me les he acercado a los pericos, señor. Si se pelaron, no es cosa mía.

Dio la vuelta, y se dirigió al comedor, que estaba acabando de hacer cuando la interrumpieron.

Don Abundio quedó masticando la derrota. Hasta entonces se percató de que traía el periódico en la mano, hecho rollo, como garrote de su autoridad, y lo aventó al sofá, como si fuera un bote de basura.

-Me cago en...

Entretanto, en un patio no lejano, Sara imitaba, tipluda, a doña Francisca: ``Abundioo, las pantuuflas'', y Patitas cacareaba sus lemas favoritos: ``Cara de caca'', ``lorito puuuto'', ``la saaal'' y ``agarra la patita, buuurro'', fruto de la esmerada educación de Donaciana. ¿Dónde creen que esto ocurría? En el patio de los Martínez. Ni más ni menos. Don Abundio percibió desde el barandal la gravedad de la situación y montó en pánico, previendo su impotencia.

Y los malditos loros tenían público, los condenados. No sólo los Martínez, también doña Greta, Herminia, Chole y los niños de Moncada. Las risas le llegaban a don Abundio, presunto patriarca, como pequeños puñales arriba en el barandal. Con un nudo en la garganta llamó a Francisca. Tardó en encontrarla en el baño, poniéndose la quinta crema de la mañana.

-Francis, los pericos -dijo, trémulo.

-No me digas que se salieron. Dile a Donaciana que te limpie la silla para que te puedas sentar y listo, para qué tanto drama.

-No es eso.

-Además, ¿sabes qué? Fuiste tú el que dejó mal cerrada la jaula, anoche que les quisiste meter un plátano. ``Para que se peleen'', dijiste, así de maloso eres con los pobrecitos. Y ya ves, te mordieron.

-No es eso, Francis. Es que cayeron con los Martínez.

Ya no era voz, era un gemido. En ese momento tronaron dos carcajadas simultáneas, idénticas. La de Francisca en el baño y la de Sara la lora en el patio de los Martínez, quién sabe cuál el eco, quién sabe cuál más caricatura de la otra.

El momento era inmejorable para que Silverio intentara su siempre trunco O sole mío!, para mayor excitación de sus colegas, que unieron sus ``Abundiooo'' y ``quiero comer'', los ``cállate gordo'' y ``las pantuuuflas'' de Sara, con los aforismos escatológicos y sabios de Patitas, en un coro polifónico de campanas destempladas.

Cuando Abundio huía hacia su recámara y pasó frente al comedor, todavía tuvo que aguantar la sonrisa triunfal de Donaciana, que lo miró a los ojos como si ella fuera el tribunal de Nuremberg.

Pero había que ir a recuperar los loros, nunca se iban hasta allá, y quién iba a hacerlo sino Donaciana. ``Todo yo'', se rebeló por adelantado, ``ni son mis pájaros''.

Doña Francisca, saliendo del baño, empezó a llamarla.

En el patio de los Martínez, atracándose de mango y ciruelas chinas que les convidaron, Silverio, que tiene una memoria tartamuda, inició por quinta vez O sole mío! contrapunteado por la cháchara de sus parientes, verdes y de pecho amarillo.

Huastecos habían de ser.