El jueves 17 de abril, mientras Barry McCaffrey, el llamado zar antidrogas estadunidense, aseguraba que no existía una lista de narcotraficantes extraditables, José Gutiérrez Vivó, Estela Livera y otros periodistas mexicanos del noticiario Monitor de Radio Red desgranaban, desde Bogotá, un rosario de opiniones y testimonios sobre el principal problema colombiano: el contrabando de drogas.
Un común denominador hermanó, implícita o explícitamente, las cuentas del rosario: ``Lo que le ha pasado a Colombia puede pasarle a México... No cometan los mismos errores que nosotros... No cedan ante las presiones de Estados Unidos''. Vale recordar que la principal presión de esta potencia es para que México y otros países luchen contra el narcotráfico según el erróneo esquema que Washington ha diseñado y que pone gran énfasis en combatir la producción y el contrabando de estupefacientes pero no tanto en desalentar su consumo.
En el caso de Colombia, un error inserto en el esquema estadunidense es suponer que los grandes cárteles efectúan la totalidad del tráfico de drogas.
Como suele explicarlo el embajador colombiano en México, Gustavo de Greiff, en su país operan miles de bandas pequeñas y medianas, de las cuales sólo se tienen ligeras nociones que permiten saber o intuir su presencia, pero cuyos dirigentes, integrantes y operaciones son desconocidos con precisión por la DEA y aun por los servicios de inteligencia de la nación sudamericana.
De esa errónea percepción se deriva la creencia de que, cortando las cabezas de los grandes cárteles, se acabará el narcotráfico. La tozuda realidad demuestra lo contrario: el flujo de drogas hacia los centros de consumo estadunidenses no se detiene. Si esa corriente se frenara por, digamos, cinco años tras de la captura de los jefes de un cártel, valdría la pena el esfuerzo, pero no ocurre así.
Un claro ejemplo de ello es el antiguo jefe del Cártel de Medellín, Pablo Escobar Gaviria, cuya desaparición no se tradujo en un descenso sensible del contrabando de drogas. Escobar, por cierto, no traficaba propiamente en los últimos años de su vida. Sencillamente cobraba una suerte de impuesto a los cientos de bandas de narcotraficantes que existían --y existen-- en la región de Medellín. Para ello disponía de un ejército de sicarios que entraban en acción si estas bandas se negaban a pagar.
En opinión de Gustavo de Greiff --quien sabe de lo que habla, pues antes de ser embajador fue fiscal general de su país--, cuando Escobar Gaviria fue muerto, quienes más festejaron no fueron los estadunidenses ni las autoridades colombianas, sino esos cientos de bandas que, repentinamente, se vieron libres del gravamen que se les imponía. En otras palabras, pese a la espectacularidad del caso, no se dañó severamente a los contrabandistas sino, al contrario, se les evitó un problema.
Hoy Colombia está desangrada, el dinero del narcotráfico ha contaminado virtualmente todas las instituciones y, además, el gobierno ha tenido que destinar a la lucha antinarcóticos miles de millones de dólares que ha sustraído del gasto social. Un dato subraya este hecho: en 1996, Colombia gastó el equivalente a mil millones de dólares en ese combate, mientras Estados Unidos aportó sólo unos 30 millones. Y lo irritante es que Washington todavía se atreve, con su conocida arrogancia imperial, a descertificar a Colombia y negarle la visa a su presidente.
Y estos males de Colombia y estas muestras del erróneo esquema de la potencia del norte no son sino algunos ejemplos del porqué la guerra contra el narcotráfico, como se ha sostenido otras veces en este espacio al defender la legalización de las drogas, es una guerra perdida. Como quiera, México tiene en Colombia un amplio espejo para mirarse, un paradigma clarísimo de que, ante el enorme problema de las drogas, se precisa explorar vías diferentes a aquéllas en las que errónea e infructuosamente se empeña Estados Unidos.
Al fallar contra el IFE, Alfonsina Berta Navarro Hidalgo, José Fernando Ojesto Martínez Torcallo, José de Jesús Orozco Enríquez y José Luis de la Peza Muñozcano, magistrados y presidente (el último) del Tribunal Electoral, avalaron que, como sostenía el PRI y de cara a las elecciones, los gobiernos puedan lanzar todo su poder publicitario en favor de un partido. Adoptaron un criterio tan distorsionado que otros tres magistrados --Leonel Castillo González, Eloy Fuentes Cerda y Mauro Reyes Zapata-- votaron en favor del acuerdo del IFE sobre publicidad, acuerdo que, además, ya había sido expresamente aceptado por el gobierno federal, por voz del secretario de Gobernación.