La Jornada 21 de abril de 1997

En Chichén Itza se concentró el jet set para ver y oír a Pavarotti

Pablo Espinosa, enviado, Chichén Itzá, 20 de abril Ť Paisaje después de la batalla:

Una legión de adormilados operómanos puebla el Aeropuerto Internacional de Mérida, y entre las brumas de la desmañanada y la chinguiña se observa una imagen que habla de un ejercicio nuevo que duró toda la noche del sábado y hasta la madrugada del domingo: la dicha inicua de conjugar el verbo pavarotear.

La escena muestra una zona amplia de las pistas convertida en estacionamiento sin valet parking: decenas de lujosos jets privados, en espera de sus dueños, que duermen la mona é móvile. Pavarotti les cantó y ellos la siguieron en una cena a todo lujo, a la que les dio derecho su boleto VIP (Very Important Person, Vaya Inmensa Pena) de mil 500 dolarotes.

Es la escena final de la presentación de Luciano Pavarotti en Chichén Itzá, propicia para el fundido y el flash back:

En el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México todos los caminos llevan a Mérida, o a Cancún, puntos desde los cuales se llega a la ciudad fundada hace siglos por la dinastía de los itzaes: Chichén Itzá. Desde el viernes por la noche, en los mostradores de las aerolíneas, los andenes, las salas de espera, una sola palabra es tema, reina, pasaporte, santo y seña: Pavarotti.

La eufonía de la palabra Pavarotti conduce a unos 17 mil peregrinos hasta el sillerío desplegado entre el Templo de los Guerreros (o Templo de las Mil Columnas) y el Castillo (o Templo de Kukulcán). Reina un caos que, empero, se convertirá en un ritual que terminará en evacuación ordenada y jubilosa, merced a una logística que obliga a los asistentes a caminar kilómetros --enfundados los ricos en ridículas eleganteces, paradoja de un showcito caprichoso que mezcla ópera con turismo y consumismo que prestigia--, hacer filas impensadas en personajes tan distinguidos, abordar camioncitos incómodos y, por fin, contarle a sus amigos -que se pondrán verdes de envidia- que estuvieron en Chichén, con Pavarotti.

Una probadita de ambrosía

El escenario está ubicado al pie del Templo de las Mil Columnas, donde un árbol de verde muy intenso: chacáh, por su nombre maya y milenario, forma parte del ciclorama. Es la vez primera que don Pava se presenta al aire libre sin techaje artificial. Ahora sólo tiene a la Luna y las estrellas por testigo encima de su testa.

A las 8:14 pasado meridiano, comienza el concierto: Mozart, Wolfie Mozart, su obertura a Las bodas figáricas. El húngaro Janos Acs, paisano del empresario Tibor Rudas que tiene en don Pava a la gallina de los huevos de oro, actúa de emergente en lugar del titular, Leone Maggiera, quien canceló por -dirían los clásicos- ``motivos de salud''. Dirige Janos Acs entonces a la Orquesta del Teatro de Bellas Artes, y lo que suena es más que satisfactorio: en tempi rápidos, precisos, el augurio es bondadoso.

A las 8 con poco más de 14 aparece la imponente figura de don Pava, con su panza sin mancha y su proverbial pañuelo blanco en la diestra, como una suerte de Satchmo que en lugar de trompeta tiene en la voz la potencia de mil cornetas de claxon de tractocamión. Adiós, refugio florido (Addio, fiorito asil), canta don Pava en su primera intervención de la noche: un aria de la ópera Madame Butterfly, de uno de sus músicos dilectos: don Giacomo Puccini (1858-1924). Addio, fiorito asil,/ non reggo al tuo squallor!

Son sus primeros tres minutos de los pocos, en comparación con la longitud de la velada, en los que muestra la voz apenas en una porción de su magnitud real. Inicia en piano y no llegará, en promedio, más que al mezzoforte, para en algunos instantes -para la delicia de los conocedores-, sólo en algunos instantes soltar la voz a todo pecho, a todo Pavarotti.

Desaparece don Pava luego de la mínima probadita de su genio, y sale a escena su nueva protegida: su paisana soprano Carla María Izzo, jovencita de 24 años de bella, cálida voz que en sus primeros minutos de canto muestra cómo las pirámides mayas, el monstruo de 17 mil cabezas que tiene enfrente, y el valor agregado de la ocasión la tienen nerviosísima: su voz trema como una flama atacada por el viento de la noche.

Lo que canta esta jovencita es nada menos que un pasaje de la ópera Turandot: el aria Tu, che dil gel sei cinta (Tú, que de hielo estás rodeada/ da tanta fiamma vinta), mientras el público aprovecha para arrellanarse en sus asientos, un tanto desencantado su entusiasmo y expectación de tantos días y tantos dólares sin que Pavarotti entrara desde el principio, con los numeritos que el público villamelón suele consumir y convertir en circo, y sin que la soprano suelte gorgoritos.

Como lo que suena hasta el momento, en cambio, es una música exquisita y bella, pocos entienden (¿es ser rico sinónimo de ser culto? ¡Ni madres! He ahí la prueba contundente) y se disponen a medio aburrirse en espera del mariachi que sonará en el intermedio, y de Granada y de la escena del brindis de La Traviatta, que muchos despistados escucharán y vitorearán de la misma manera que celebraran y la confundieran con El brindis del bohemio. ¡Pasu...!

Reaparece la panza de un Pavarotti contentísimo que canta: Non piangere liu, para seguir con Turandot y con Puccini, y Carla María Izzo torna no a Sorrento, sino a Suor Angelica, en su mejor momento de la noche, para que enseguida el jovenazo Andrea Griminelli se lance con un par de intervenciones solistas a la flauta con orquesta: un fragmento de la ópera Orfeo y Eurídice de (el mar se me hace chico para echarme un buche de agua:) Gluck y el muy gustado Vuelo del abejorro, aunque la villamelomanía en butacas hubiera preferido una polka con Piporro, pues cabecea adormilada en espera de los momentos que tengan que ver con circo y no con Circe.

A duo, don Pava y la Izzo entonan Che gelida manina (Qué manecita tan fría), de La Bohemia, para terminar la franja pucciniana y entrar al intermedio, ocupado por un coro de niños yucatecos que hilvana Caminante del Mayab -una canción maya (X'toles)-, Peregrina, El tunkul y, de plano, el son de La negra con mariachi. El público, ahora sí, se prende, aúlla, aúpa.

Clímax de una noche sublime

La segunda parte del programa pavarottiano dejará escuchar lo mejor del Gordo Sublime, quien entona, compungido e inspirado: Mamma! ¡Qué voz, qué músico, qué prodigio, mamma mía!

Sopla un vientecillo fresco en la zona arqueológica de Chichén, mientras don Luciano le canta a la aurora vestida de blanco (L'aurora di bianco vestita,/ Gio l'uscio dischiunde al gran sol/ Di gio con le rosse sue dita/ carezza de fiori lo stuol! Luciano Pavarotti en esplendor.

Esa pieza, Mattinata, de la autoría de Leoncavallo, la ha hecho particularmente célebre don Pava: la canta a dúo con el rapero italiano Jovanotti (quien suelta unos buenos figlios di putana) en uno de los discos grabados en vivo en Módena, en esos conciertos donde conjunta a sus amigos Eric Clapton, Sting, Zucchero, Lucio Dalla y demás jefes. La Mattinata en plena noche chichenitzeánica fue, para decir lo menos, de lo más sublime.

Sonaron otros cañonazos en la voz pavarottísima, bien padrísima: fragmentos de la Cavalleria rusticana de Mascagni (mascalzoni), de Mefistófeles, de Arrigo Boito, de Leoncavallo; regresó la soprano para cantar una vez sola, otra a dúo con el divo más mimado; retornó Griminelli con su flauta y unas buenas Czardas, y, una vez puesta en la estratosfera la voz, ahora sí, don Pava culminó una noche intensa y venturosa -transmitida por tele-de-paga y de cuyas ganancias globales, por la comercialización y entradas, corresponderá un 5 por ciento al INAH- con una suerte de Golondrinas en italianini: la pieza Non ti scordar di me (oloqueslomesmo: nomiolvides), cuyo primer verso dice así: Partirono le rondini dal mio paese freddo (volaron las golondrinas de mi país de invierno)

Culminaron así dos horas y media de concierto, sólo 30 minutos de las cuales estuvo Pavarotti en escena, una docena de minutos soltando la voz en esplendor y gracia plena, infinitesimales instantes de recóndito placer para todos aquellos que asistimos a Chichén con el fin de viajar en la nave de una voz poderosísima, escalofriantemente bella.

Y vinieron las piezas de regalo: E lucevan gli stelle, una de las divisas máximas de Pavarotti; Granada, bajo el júbilo masivo, y la escena del brindis traviattiano. Luces de artificio y, proyectada merced a potente reflector sobre la escalinata del Templo de Kukulcán, la efigie en sombra y el nombre que tiene a medio México no con el Jesús, sino con el tenor en la boca: Pavarotti.

Mamma mía! ¡Que viva la panza sublime de Luciano Pavarotti.