¿En cuál enciclopedia deberá narrarse la epopeya de Ricardo Aldape Guerra? ¿En la Enciclopedia de México? ¿En la Encyclopaedia Britannica o en alguna de las fuentes del saber estadunidense? Puede haber también lugar en los textos contemporáneos que cotidianamente se escriben. Desde las muertes anunciadas como la de Salman Rushdie, pasando por las de niños abandonados y rematando con las ``nuestras'': Chiapas, desnutrición y, por supuesto, las de los trabajadores migratorios.
Aldape resume muchos tiempos y no pocos dolores. Su caso desborda la realidad y contextualiza múltiples sinsabores. La del México exportador de mexicanos. La de la justicia-injusticia de nuestros vecinos. La de la fragilidad de la pena de muerte. La de los jueces que ejecutan y luego prosiguen su vida. La de los inermes y crónicamente desprovistos de voz, de presencia. Todo eso es Aldape: el ser despojado y desnudo contra un sistema de justicia ajeno, tutti potencial. Que dicta sus reglas acorde con su idiosincracia. Que enjuicia escuchando su lógica. Y que tiene el riesgo de concluir sin desprenderse del racismo y la xenofobia imperantes en Estados Unidos.
Importa, por supuesto, que Aldape no fue ejecutado. Pero es más doloroso saber que en las celdas estadunidenses otros seres aguardan la muerte programada. Se calcula que la lista ``en espera de la muerte'' está constituido por 3 mil personas. Proporcionalmente, la mayoría son negros o pertenecientes a otras minorías. Igualmente doloroso es saber que dicha justicia no se modificará y que las prisiones siempre tendrán calabozos por llenar. No podemos tampoco soslayar el daño que producen 15 años de prisión con la soga al cuello. Como tampoco olvidar que otros -mexicanos o no- han sido ejecutados. Debemos repetirlo: la clase social corre paralela a la magnitud de las injusticias. Y obligado es también no sus- traerse a nuestra incompetencia y corresponsabilidad para evitar encarcelamientos y vejaciones como sinónimo de los males de casa. Es la corrupción, la impunidad y la ineficacia de la clase dominante la que envía a sus gobernados a las fauces de los vecinos.
¿Qué hubiese sucedido si hubieran ejecutado a Aldape? ¿Sólo habría fallecido? ¿Sólo sería una muerte? La existencia o no de la pena de muerte debería ser parteaguas entre el mundo civilizado y el de las cavernas. La decisión de matar a una persona, con el consenso de la opinión pública, de las leyes de un país y de sus estados es incluso peor que las muertes acaecidas en las guerras. En las últimas, la barbarie es generalizada y la lucha anunciada. Por supuesto, enferman igualmente los conflictos armados, pero en la pena de muerte la justicia representa a toda una nación que la certifica, mientras la víctima es sólo una persona inerme. Toda la maquinaria y la razón de una forma de pensar contra un ser. O todo el sesgo de un pueblo invertido en sus leyes. ¿Qué hubiese sucedido tras la muerte de Aldape? El juez, el verdugo y la opinión que avalan la pena de muerte seguirían su camino. Después de todo, poseen la justicia y la última palabra. Lo endeble y lo falible de la pena de muerte y de la vida, queda demostrado en el caso Aldape. Después de 15 años se conmutó la sentencia. ¿Y si no? La inexactitud en este tipo de decisiones evoca a Dante.
Sobran argumentos en contra de la pena de muerte. Los expertos han ennumerado motivos sicológicos, jurídicos, históricos y éticos. Si bien no es este el sitio para repasarlos (véase La pena de muerte y los derechos humanos de Daniel Sueiro, Madrid, Alianza Editorial, 1987), quisiera tan sólo detenerme en las infranqueables paradojas éticas insertas en el tema de marras. Las decisiones sobre la pena de muerte no deben ser juicio aislado. Hay que enfocar en el mismo círculo el ruido sobre la eutanasia, el silencio sobre las muertes de los niños de la calle, la rasgadura de vestiduras sobre el aborto y la intranquilidad suscitada en religiosos y jerarcas sobre la clonación. En medio de los alcances de la civilización (Juliana González dice que civilización significa esencialmente humanización) es incomprensible que la pena de muerte siga vigente. Es inentendible pensar que al matar se considere que la violencia disminuirá.
A Aldape no lo asesinaron. Su historia será o no parte de las nuevas enciclopedias. Hay quien se felicita por la decisión y habrá, en Estados Unidos, quien considere que la justicia fue derrotada por la exculpación. Quedan, sin embargo, a la puerta del cadalso muchos seres más. Es contradictorio y absurdo considerar que la pena de muerte es una forma de justicia.