Emilio Krieger
La nueva cultura presidencial /III

Por muchos años, los juristas de la foresta de Los Pinos sostuvieron, con firmeza presupuestal más que científica, que ``el señor Presidente de la Repúnlica'' estaba investido de dos cualidades propias del Olimpo: la primera era la potestad de promover, apoyar y, mediante el control de la mayoría parlamentaria del llamado Congreso Constituyente Permanente, aprobar las propuestas de reformas que él mismo había presentado; la segunda consistía en estar provisto de una impunidad, equivalente a la inmortalidad propia de los dioses, en razón de la intocabilidad que debía corresponder a su altísima investidura: protección de impunidad penal que lo liberaba ab eternum de cualquier sanción penal que no fuera la correspondiente a traición a la patria o a ``delitos graves del orden común'' (Art. 108, párrafo segundo de la Constitución).

Esas dos notas fabricadas por la fértil imaginación de los jurisconsultos presupuestales, tan generosamente remunerados, revestían al ``señor Presidente'' de un carácter superlativo que lo colocaba en el área de lo divino, por encima de la supremacía constitucional o de los derechos humanos protegidos por ciertas figuras delictivas.

Para quien quiera pensar, aunque sea un poquito y ese mínimo pensar no sea opuesto a sus derechos presupuestales, bastaría recordar dos cosas:

La Constitución es la norma jurídica suprema sobre la cual no puede establecerse ninguna disposición obligatoria y esa supremacía constitucional tiene un guardián jurado, de acuerdo con el artículo 87 de la propia Constitución. Ningún precepto de ella faculta, ni directa ni indirectamente, al presidente para proponer reformas, sustituciones o adiciones, ya que el artículo 71, fracción I, que normalmente se invoca como fundamento, sólo faculta al presidente para promover ``iniciativas'' de leyes al Congreso de la Unión, pero no para formular proposiciones de reformas constitucionales, para que las discuta y decida el famoso Congreso Constituyente Permanente, previsto en el artículo 135.

Además, claramente establece la fracción XX del artículo de la Carta Magna, que el presidente no tiene más facultades que las expresamente conferidas en el texto constitucional. Y da la desgraciada casualidad que ningún precepto de la Constitución otorga al presidente la potestad de reformarla: ni podría hacerlo sin caer en insalvable contradicción con el texto preciso del artículo 87.

De manera que si la facultad presidencial de reformar la Constitución no se funda en la Constitución, sino que la contraría, esa excelsa potestad sólo puede provenir de la voluntad divina, la que nunca invocaron nuestros impíos constituyentes.

Podemos afirmar que la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos es la norma suprema pero que sobre ella está la voluntad presidencial de reformarla. ¿Se necesita alguna otra prueba sobre el origen divino de la facultad presidencial de estar encima de la Constitución, que no necesita cumplir, puesto que puede modificar, con la ayuda de la mayoría parlamentaria? Que la respuesta nos la den los seráficos panistas, tipo ``jefe Diego''.

En cuanto a la supuesta impunidad de que según se afirma, goza el presidente, podríamos comentar inicialmente, a reserva de un trabajo de análisis posterior, que esa impunidad que se atribuye al ``señor Presidente'' de México, históricamente, es uno de los atributos de la divinidad, quien clásicamente está libre de la muerte y de culpa punible.

Resulta indispensable repasar las nociones de ``la impunidad'' que la doctrina presidencialista otorga al jefe del Poder Ejecutivo.

Cabe señalar, para empezar, que es infundada la supuesta impunidad penal del presidente, pues el mencionado artículo 108, párrafo segundo, de nuestra Carta Magna:

A) No lo exime de responsabilidad penal, sino sólo lo excluye de ser acusado, durante su encargo, de delitos distintos al de traición a la patria o delitos graves del orden común.