Si pienso en el pintor argentino Antonio Seguí, ahora con una importante exposición en el Museo Tamayo, lo primero que me viene a la cabeza es el adjetivo ``curioso''. Sé que esa palabra tiene diversas connotaciones y algunas con cierta carga peyorativa. No se trata de eso, sino de referirme a un hombre que parece tener una curiosidad abierta para realizar sus cosas, una sabrosa curiosidad por inventar, cambiar, hurgar las posibilidades de un espacio, generalmente de dos dimensiones, pero no siempre.
La muestra actual, con obras que abarcan más de 30 años, desde la primera mitad de los sesenta hasta obras muy recientes, da cuenta de ese su gusto por descubrir, por encontrar, por husmear posibilidades diversas. Asimismo da cuenta de otra constante suya --por cierto no ajena a alguna de las acepciones de ``curioso''-- que es el humor. Hay cierto sentido relajado, refrescante, que gratifica al espectador cuando enfrenta este tipo de obras en las que hay un sentido lúdico como manera para decir y hacer cosas serias.
La disposición de la muestra parece responder a esa manera traviesa, desparpajada de la obra de Seguí. En lugar de proponer una lectura muy formal de su trabajo, donde fueran siguiéndose etapas sucesivas, cambios consecuentes de un periodo a otro, entra al juego de la curiosidad, de la ocurrencia e invita al espectador a entrar a la obra del artista por esa vía más bien impredecible, descuachalingada, que se lleva tan bien, me parece, con su espíritu. Ese destazamiento alegre tiene también, quizá, la ventaja suplementaria de evitar ciertas reiteraciones que quizá pudieran caer un tanto en lo aburrido. Pienso especialmente en el tipo de obras más conocido y reproducido de Seguí, aquél en que una serie de hombrecitos, realizados sobre esquemas adrede repetitivos, transitan desaforados por espacios diversos pero en donde las casas, los edificios o las azoteas también responden a esquemas repetidos, cubriendo todo o casi todo el espacio del cuadro.
Esas obras, con su carácter burlón, con su sentido obsesivo, con su indudable propuesta crítica, que se sitúan alrededor del año 90, un poco antes, un poco después, llegaron a convertirse como en la marca del artista. Haberlas reunido todas, en el discurso museográfico, habría podido ser peligroso porque, aunque sin duda así no sea, puede dar la impresión de que habiendo visto una se han visto todas.
En cambio, el haber dejado la cronología a un lado da la posibilidad de que cada uno de los cuadros de los hombrecitos se disfrute más a plenitud rodeado de parientes más lejanos. Tiene uno la ocasión de descubrir la riqueza y la variedad de cada uno, de encontrar por sí, no sólo las distancias y la diversidad sino, dentro de los esquemas reiterados en la ocupación del espacio, lo que propiamente se puede llamar la calidad de la pintura, ese refinamiento y sutileza que casi se esconde tras una especie de buscada actitud subversiva pero que, sin embargo, está presente inevitablemente en su obra, en alguna de ella en forma superlativa.
Pero, por otra parte, la exposición nos deja ver que hay muchos otros Seguís. Desde un cuadro tan estudiado y sólido, de 1964, Le djeuner sur Vherbe (el solo título es casi como un manifiesto) o aquéllos, de diez años después, de un realismo que roza --pero sólo roza-- el hiperrealismo, con escenas familiares, de fuerte colorido y una simplicidad extrema, donde el metalenguaje se escurre insensiblemente de las complacientes caras de los individuos.
O los Cristos de 77, quizá el único momento dramático de su pintura, con trazos negros de tipo expresionista, de composiciones monumentales, donde se cuela sin embargo un cierto desface, ese sentido irreverente que parece ser la piel del artista.
Y desde luego entreverado con lo que es pintura bidimensional los objetos salidos de sus manos desde los años sesenta. Esos muñequitos panzudos, esos paralelepípedos con personajes de madera pintada escurriéndose, o bien ropas, o sombreros o cuanto su imaginación le dictó.
La exposición del Museo Tamayo nos muestra un Antonio Seguí si no desconocido sí menos presente en nuestro museo imaginario. Nos recuerda a un artista de muchas vetas y posibilidades. El ``curioso'' de lo que es hacer objetos artísticos. Alguien que, como se dice en el lenguaje de toros, ``siempre ha comido aparte'' en el arte latinoamericano y en el de su país.