Confieso que no sé por dónde empezar esta dolorosa comunicación. Ha muerto Pablo Pascual Moncayo, nuestro querido Pablo, amigo, camarada. Nada será igual sin él. Sus funerales revelaron lo que todos sabíamos. Más allá de diferencias, edades, sexos, posiciones políticas, Pablo fue capaz de unir, atando los mejores rasgos de cada persona en una red de invisible generosidad. Cada uno puede contar su historia con Pablo y siempre destacarán valores recurrentes: la vitalidad, el humor, la fidelidad y la inteligencia política y carismática.
Se hizo hombre sin renunciar a la frescura a veces brutal de la secundaria, a la camaradería desinteresada y juvenil de la palomilla del barrio donde las relaciones humanas se reparten gregariamente entre los cuates y los demás, siempre atento al clasismo narvartiano que divide al mundo en dos categorías no por descriptivas inexactas: los ``popis'' y los ``piojos''. En ese mundo primigenio, la primera rebelión espiritual es un acto liberador contra la simulación religiosa. No será la única en esos años de formación. Pablo es todo sentidos, un antisolemne nato; una fuerza de la naturaleza, un libertario, una estrella polar. Reacio a los lazos formales, prefiere la fraternidad y apuesta por ella: la familia como interpretación de la libertad: Yocasta o el amor, las ganas de vivir, el humor, el valor, a veces temerario. La solidaridad como vocación. Fue el mejor amigo de muchos de sus amigos, un compañero, un hermano. Pablo amó la vida; y de la vida las mujeres. Tuvo amores, amantes y amigas, verdaderas amigas. Pero su pasión vital fue la política.
Como otros jóvenes estudiantes participa intensamente en el movimiento de 1968. La torpeza autoritaria que precede y sigue a la tragedia del 2 de octubre, define las preocupaciones y las perspectivas personales que lo marcarán definitivamente. Pero a diferencia de muchos activistas de entonces, Pablo renuncia a ser el tedioso lector de manuales. Tampoco ansía convertirse en el producto clónico de las nuevas sectas que agobian con su ferocidad fraseológica al movimiento universitario. Al contrario, asume su postura sin renunciar a lo que es, asimilando la radicalidad de los cambios culturales, políticos y morales que transformaron a México y al mundo, sin conflicto ideológico con la modernidad que en el fondo del país empuja, justamente, a cambiar la vida, a imaginar una sociedad libre, sin efigies de utilería, un socialismo laico, fraternal, solidario, universal, democrático, en sintonía con los colores básicos de la época pero sin renunciar a la raíz de la nación, lección bien aprendida de Rafael Galván, como bien lo ha dicho Raúl Trejo hace unos días.
Con esa actitud abierta y comprometida, Pablo destaca en varios de los proyectos políticos que ayudaron a definir el perfil de la izquierda mexicana de fines del siglo XX. Menciono dos: la formación del sindicalismo universitario en el seno de la insurgencia de masas de los años 70, y el largo proceso hacia la unidad de la izquierda, donde Pablo tuvo siempre un papel privilegiado. Puntal en la revista Punto crítico, dirigente y eje del Movimiento de Acción Popular, miembro de la dirección del PSUM, del PMS, y finalmente fundador del PRD, Pablo Pascual dedicó su vida a construir una alternativa socialista capaz de superar críticamente tanto las viejas posturas de la izquierda sectaria como el radicalismo de los neorrevolucionarios recién estrenados.
Su actividad personal fue decisiva para forjar una visión de la política que a mi manera de ver es indispensable para la acción democrática, aquella que enfatiza, justamente, la necesidad de avanzar a través de las instituciones, combinando la acción independiente de la sociedad con el ejercicio adecuado de las políticas públicas, que no escatima recursos para crear consensos en torno a reformas, sin detrimento de un proyecto de futuro basado en la equidad y la justicia, pero se niega a mimetizarse en la indefinición ideológica, ahora tan en boga. En suma: una actitud definitivamente abierta al descubrimiento, a la invención, a la imaginación política.
Dos palabras finales. De Pablo retengo, aparte de su cariño y del valor, a veces temerario, la presencia de ánimo, esa serenidad tranquilizante, templanza decían los antiguos, que nos brindó siempre en los momentos más difíciles de este peregrinar. ¿Cómo olvidar, por ejemplo, aquéllos desoladores días de locura y muerte del 72? Prefiero no hacerlo y quedarme con el Pablo que todos quisimos, festivo y sentimental, nuestro querido Pablo, amigo por siempre.