El idioma inglés posee una interesante palabra, muy útil en estos tiempos de excesos de todo tipo, y que no tiene un equivalente exacto en la lengua española. Se trata de hype, utilizada para hablar de la hipérbole, el exceso, el delirio, el panegírico desaforado y la promoción excesiva que suele preceder y rodear a ciertos acontecimientos y personajes públicos. Así, y como era de esperarse, la reciente presentación del gran tenor italiano Luciano Pavarotti en el Teatro de Bellas Artes fue precedida por niveles estratosféricos de hype, y con razón. Por desgracia, el resultado puramente musical de su recital no estuvo ni remotamente a la altura de las expectativas generadas, que fueron muchas.
Bajo la dirección del húngaro-italiano Janos Acs, la Orquesta del Teatro de Bellas Artes inició el concierto con una desangelada interpretación de la obertura de la ópera Luisa Miller de Giuseppe Verdi. De inmediato, Pavarotti hizo su primera aparición para cantar una de las arias de esa ópera, y desde ese momento fue posible ver y oír a un Pavarotti cansado y tenso, más preocupado por la corrección que por la expresión, más concentrado en conservar que en derrochar su privilegiada voz.
Siguió después una versión fría y carente de emotividad del famoso coro Va pensiero del Nabucco de Verdi, a cargo de un director, un coro y una orquesta que no quisieron o no supieron apreciar las cualidades épicas, de apasionada convocatoria, de este emotivo trozo musical. Al volver Pavarotti al escenario de Bellas Artes el nivel musical subió, ya que el mayor dramatismo del aria Ah, la paterna mano, del Macbeth de Verdi, permitió al tenor dar un poco más de sí en cuanto a expresión y alcance vocal. Hacia el final de la primera parte de su recital, como bien lo comentó esa noche un experto en la materia, Pavarotti comenzó a sonar como Pavarotti, a través de buenas versiones de las dos arias más famosas de la Tosca de Giacomo Puccini. Indudablemente, mucho influyó el reconocimiento de Recondita armonia y E lucevan le stelle por parte de un público que por lo demás estuvo permanentemente despistado.
Al inicio de la segunda parte de su recital, Pavarotti encontró buenos momentos de expresividad en los oscuros contornos veristas de la Cavalleria rusticana de Pietro Mascagni y de los Payasos de Ruggiero Leoncavallo. En particular, su versión de la emotiva Vesti la giubba trajo al escenario un poco de la pasión que había hecho falta, aunque tratándose de Pavarotti hubiera podido esperarse más intensidad en el lamento del atormentado payaso Canio. A su vez, el Coro del Teatro de Bellas Artes pareció revivir, haciendo una versión más caliente de uno de los coros bélicos de la Aída verdiana. Para la parte final de su presentación en Bellas Artes, Pavarotti se sumergió en los aires populares de Leoncavallo, Sibella y De Curtis, y apenas entonces pareció comenzar a disfrutar de su voz y su canto, a relajarse y a compartir. En algunos momentos de estas canciones, así como en el O sole mio que cantó a manera de regalo (junto con la ubicua Granada, con su gran carga de confusión cultural), Pavarotti pareció sentirse realmente a gusto con los sinuosos giros napolitanos que tan bien le van a su voz y su temperamento. En este punto, los parámetros de la labor de cronista me obligan a mencionar que en momentos diversos del recital de Pavarotti, apareció el flautista Andrea Griminelli para interpretar caballitos de batalla de Gluck, Rimski-Korsakov y Monti; no lo hizo mal, pero su flauta y su pirotecnia hubieran sido mejor empleadas en otro momento y en otro lugar, y este concierto se hubiera beneficiado con un poco más de música operística. Al parecer, sin embargo, este formato mixto ha rendido buenos dividendos en los últimos años; todo sea por el éxito popular.
¿Qué se puede concluir de este encuentro con Pavarotti? Sin duda, más tiene el rico cuando empobrece que el pobre cuando enriquece, y si bien pareció evidente que el estupendo tenor de Módena no estaba en su mejor momento físico y artístico, su voz sigue siendo un instrumento incomparable. Si bien fue posible apreciar su hermoso timbre, se extrañó mucho la legendaria potencia de este tenor-cañón, quien esa noche pareció cantar con más cuidado que convicción.
Lo notable fue que a pesar del hype previo, el recital de Pavarotti en Bellas Artes resultó uno de los momentos musicales más fríos e indiferentes en mucho tiempo, pues no se generó ni un solo voltio de la electricidad indispensable para el éxito de cualquier concierto. Ello se debió en gran parte a la presencia masiva de un público ignorante e indiferente, más interesado en socializar que en escuchar y entender a Pavarotti. Sí, es bueno que de vez en cuando los magnates perfumados colaboren a la realización de sesiones musicales de alto nivel, pero eso no los convierte en buen público. Quien oyó al Pavarotti virtual de las pantallas la pasó mejor que nosotros. Así, se puede rescatar el hecho de que cerca de 20 mil personas vieron y oyeron a Pavarotti esa noche, en vivo o por pantalla, y eso puede motivar a algunos centenares de mexicanos a acercarse más a la música.