¿Por dónde viajan nuestras miradas mientras caminamos por las calles de la ciudad?
No las miradas que en la lógica urbana van cuidando el lugar donde dejamos cada paso y la prudencia obligada en cada esquina para evitar ser arrollados por los locos del volante. Aquellas miradas que escapan a nuestro control y que paso a paso van descifrando la simbología de los objetos y los colores, que saltan de un árbol a una ventana, de un charco a una nube, de un recuerdo de infancia a una fantasía erótica tan descabellada que cuidamos nadie se entere nunca que hemos sido capaces de crear.
Las miradas que se concentran en el oscuro ventanal del vagón del Metro, la infinita secuencia de paredes percudidas, de tuberías chorreantes, de basura olvidada para siempre. Las miradas que son incapaces de recordar algún detalle de las calles del rutinario camino de siempre, el mecanismo autómata que nos impide ver más allá de los minutos que nos quedan para llegar al destino obligado.
Pero también las miradas que pueden descubrir aquellos detalles sencillos que nadie tiene tiempo de ver: una paloma que besa su reflejo en un charco sucio; una mirada que se cruza con otra y en una fracción de segundo se auguran la posibilidad nunca comprobable de un apasionado romance sin palabras.
Las miradas de algunos hombres tienen un imán infalible que se dirige con precisión milimétrica hacia el par de pezones que se despiertan ante el frío de la tarde y se adivinan debajo del sostén con encajes y la blusa blanca de la mujer que camina a 20 metros de distancia. La mirada del hombre procura no ser insistente mientras se acerca esa seductora imagen, pues corre el riesgo de que la dama se cubra penosa o molesta ante las frecuentes miradas groseras.
Durante los días calurosos, las miradas varoniles están de fiesta; cuántos tobillos, cuántas pantorrillas, muslos torneados y ombligos circundados por la caballerosidad y desde luego las nalgas. Ellas también se fijan en ese detalle.
Las miradas son de las últimas posibilidades que aún son libres de circular por esta ciudad sin pagar impuestos, sin que los códigos moralistas les impidan alucinar fantasías lúbricas.
Hay que mirar, con el simple placer de estar vivo, cómo se aleja aquella muchacha de falda corta y ondulante; cómo los pájaros, sobrevivientes urbanos, se acomodan caprichosos en un pentagrama de cables de luz y nos invitan a descifrar la música de cada mañana.