A lo largo de los años 90, la evaluación del trabajo académico se ha venido consolidando en el ámbito universitario. En un proceso no exento de resistencias y cuestionamientos, investigadores, profesores e incluso trabajadores administrativos han incorporado a sus actividades cotidianas la dimensión de la evaluación. Tal dimensión también ha incluido programas de posgrado, proyectos de investigación, revistas y a las instituciones en su conjunto. Sin embargo, el sector integrado por quienes toman las decisiones en la educación superior, se ha mantenido al margen de su propia racionalidad.
Así, aunque la política universitaria de esta década ha tendido a situarse en torno a los resultados del trabajo académico, aún se carece de mecanismos para evaluar los resultados del trabajo de los individuos que desempeñan los cargos directivos de las instituciones de educación superior, los organismos descentralizados del ramo educativo y la administración pública federal.
En la lógica de la implantación de una racionalidad evaluadora en la educación superior, ha de ser incluida la evaluación cuidadosa y transparente de quienes promueven su pertinencia. Así, los criterios de eficacia y eficiencia han de ser el referente esencial para la selección y promoción de quienes desempeñan la compleja conducción del trabajo académico. Atendiendo a tal problemática, se presentan algunas líneas iniciales de un programa de evaluación ad hoc, que bien podría denominarse Profu (Programa de Productividad de los Funcionarios Universitarios y de la Educación Superior). Tales líneas, sin duda, podrán ser ampliamente enriquecidas por quienes se desenvuelven de manera cotidiana en el ámbito universitario nacional.
Aunque es posible que la implantación de un mecanismo de esta naturaleza podría generar pequeñas resistencias en algunos sectores, resulta altamente previsible que la gran mayoría de quienes han venido impulsando estos procesos en la educación superior, reciban con agrado y entusiasmo la extensión de la evaluación hasta sus propias oficinas.
1) Formación. Se valorará que quienes desempeñan tareas de responsabilidad en los ámbitos de docencia y de investigación, cuenten con los títulos y grados que garanticen su solvencia académica. Por ejemplo, los directores de facultades, escuelas, centros e institutos, los jefes de posgrado, los coordinadores y los secretarios de alto nivel, han de poseer el máximo grado académico.
En el caso de los organismos descentralizados y de los órganos de la administración pública, deberá garantizarse que sus cargos directivos cuenten con el nivel académico necesario. Por evidencias altamente conocidas, resulta indispensable que los funcionarios proporcionen copia certificada (por institución académica reconocida) del documento que acredite su nivel máximo de estudios. En virtud de las complejas características de la dirección y la gestión académicas, habrá de considerarse además su formación y permanente actualización en este campo.
2) Productividad. En primer lugar, habrá de ser valorado su nivel de cumplimiento de la normatividad institucional, así como el grado de eficacia y eficiencia en la resolución de los problemas de su ramo.
Deberá ser considerada tanto la consistencia de sus programas de trabajo como su ejecución. En especial se valorará la pertinente programación presupuestal y el ejercicio transparente y eficiente de los recursos financieros a su cargo. Asimismo, no podrán soslayarse temas como la coordinación y seguimiento de los concursos para el personal académico y administrativo, la selección clara de los múltiples proveedores que atienden a las instituciones, el adecuado seguimiento de las gestiones académicas y la pertinente conducción de las relaciones personales tanto al interior como al exterior de las instituciones. Por sus características de servicio, quienes desempeñen cargos de dirección y gestión han de tener dedicación exclusiva a su cargo y deberán cumplir en forma escrupulosa con su tiempo comprometido con las instituciones (que en promedio es de nueve horas y media al día).
Aunque se reconoce la pertinencia de algunas tareas que no están contempladas en la normatividad de las instituciones, deberá ponderarse de manera diferenciada el puntaje para temas como: a) discursos varios (pronunciarlos o escucharlos); b) asistencia a congresos nacionales e internacionales; c) acuerdos, juntas y reuniones de trabajo (en la oficina, en la localidad y foráneas); d) entrevistas a los medios de comunicación; e) firma de convenios y desplegados. Deberá estudiarse, asimismo, el puntaje máximo que se asignará a sus propias publicaciones, pues además de estar relacionadas con la influencia de los altos cargos en los comités editoriales y de sus facultades para ejercer las partidas presupuestales correspondientes los podrían distraer de la plena dedicación a sus tareas de dirección académica.
En este adelanto del Profu, son numerosos los aspectos que quedan aún por ser desarrollados: se sabe que un importante sector de quienes participan en la educación superior no es evaluado, pero... ¿quiénes serían los responsables de hacerlo?, ¿se podría instaurar un mecanismo de evaluación por pares?, ¿o un padrón de evaluadores de ``excelencia administrativa''?, ¿se podría vincular el programa de evaluación al salario o a la trayectoria profesional del funcionario evaluado? ¿en el primer caso, se podría establecer un salario base y un monto para estimular la productividad y la responsabilidad?
Resulta claro que numerosos funcionarios universitarios y gubernamentales se verían altamente favorecidos con una rigurosa evaluación de sus actividades, pues podrían demostrar la efectividad con que realizan su trabajo. Sin embargo, como en todos los sectores, habrá quienes verán amenazados sus privilegios: a ellos están dedicadas estas líneas.