Negar la realidad equivale a una suerte de paranoia que nos aleja de la posibilidad de transformarla. En sentido inverso, entenderla como determinismo nos convierte en circunstancia de un ``algo'' gobernado por otros, por lo ajeno.
Es un hecho que el impresionante desarrollo de las comunicaciones trajo consigo la modificación de prácticamente todas las instituciones contemporáneas, incluidas obviamente la familia y el Estado. Puede afirmarse que no hay ninguna sociedad, aparentemente alejada del desarrollo tecnológico o más cercana a él, que no haya sido impactada, como también que dicho proceso es irreversible.
Sin embargo, y a pesar del portentoso avance, la humanidad sigue en muchos sentidos extraviada. Vemos, no sin asombro, cómo organizaciones tribales disponen de sofisticados armamentos para avasallar a sus rivales y, en su opuesto, somos testigos de la proliferación de sectas que ofrecen paraísos siderales, a cambio de la modesta cuota del suicidio.
Aparentemente, entre los Tutsi y la Puerta del Cielo no hay ninguna relación que no sea que acontecen en el mismo tiempo-espacio, aunque profundizando un poco encontraríamos que ambos sucesos los explica la desesperanza humana, su carencia de paradigmas.
El consumo de drogas es otra evidencia cada vez menos llamativa aunque más corrosiva, de esta traumática situación. Que el 50 por ciento de las drogas sea consumida por el 5 por ciento de la población mundial, paradójicamente la que habita en la zona que más riqueza produce en el planeta, habla de que el progreso, por lo menos como lo entendemos ahora, no es el camino que conduce a la utopía.
La historia del desarrollo económico, una vez derrotado el oscuro medioevo, permite identificar tres etapas que se han propuesto el pleno desarrollo y bienestar del hombre. Desde el liberalismo económico, construido a partir de la teoría del filósofo inglés Adam Smith, y que tuvo como fundamento el reconocimiento de la existencia de un orden natural que dejaba hacer, laissez faire, la intervención del Estado en los procesos productivos como garante de la moral social, hasta el neoliberalismo que sustituye el orden natural y la moral social por las sacrosantas leyes del mercado, el hombre ha buscado que la oferta esencial se cumpla.
Afirmar que no se ha avanzado, sería negar lo evidente. En nada se parece la forma de vida, por lo menos la de la gran mayoría de los seres humanos, a la que prevalecía en el siglo XVIII. Pero decir que se ha alcanzado el pleno desarrollo del hombre es también refutable.
¿Quiénes sí han avanzado? sería la pregunta a responder. Evidentemente no quienes permanecen en el siglo XVIII, ni quienes han basado la felicidad en una suerte de enajenación. Los que han avanzado son aquéllos que se han decidido por el bienestar del hombre, pero que no se han quedado en la declaración sino que lo han colocado como el centro del esfuerzo; no al orden natural, ni a la moral social, ni al infalible mercado: al hombre.
En la vieja concepción económica fue la posesión de territorios y de sus recursos naturales la clave del progreso; hoy, en cambio, encontramos que las naciones más prósperas como Suiza, Singapur, Taiwan, Corea del Sur y Japón, se caracterizan por contar con pequeñas superficies territoriales y por carecer de recursos naturales.
¿Qué sí tienen estas naciones? Una población preparada y apta para participar en la economía globalizada, y la clara concepción de que son las personas el único medio real para crear riqueza.
El nuevo sistema, dominado por los medios de comunicación, como afirma Alvin Toffler, es causa del auge de la nueva economía basada en el conocimiento. Antes lo material era siempre lo más importante; la revolución informática nos enseña ahora que las cosas son al revés. El conocimiento es el que impulsa a la economía y no la economía la que impulsa al conocimiento.
Si bien en la economía globalizada de hoy son las empresas y la iniciativa individual los ejes, el Estado está en posibilidad de ser factor decisivo para su éxito. La prosperidad de los países depende de su capacidad para crear valor a través de su gente y el Estado puede darle valor a esa gente mediante el instrumento privilegiado de la educación.
En 1776, Smith postuló, antes que Brailly y Hodskin, e incluso que Marx, que el trabajo es la única fuente de valor de las mercancías. Hoy, después de muchos intentos, algunos exitosos y otros no tanto, por fin comenzamos a entender que la única y trascendente riqueza de las naciones son sus hombres.