El cable era negro, pero conforme se tensa vira al azul, enrojece, las chispas le brotan a lo largo, inopinadas bengalas, y uno cree que va a tronarse, pero no; como hilera de neón gana en colores, perfora la penumbra, se tensa tanto que de mirarlo rechinan los dientes.
Arriba, en la cabina, alguien pulsa el melotrón. Los bafles en las cuatro direcciones recogen unos cuantos acordes automáticos, el ABC de una mezcla de atmósferas de orquesta.
``Suéltala'', ordena, parado en medio y en voz muy alta, el hombre del monóculo. A su lado, el floor manager y dos asistentes jalando las telarañas de la nagra.
La orden retumba, calla el melotrón, el cable luminiscente crea un ámbito irreal, verde semáforo, blanco formaica, zonas ictéricas pinchadas por destellos rojos.
Del ojo de buey, en el extremo norte de la bodega vacía, dos hombres en overol trasladan al cabo del cable el cuerpo de Dalia como si fuera una vasija de cristal y la sueltan sobre el filo.
Dalia vacila unos instantes, acostumbrando sus pies a algo un poco más sólido que el aire: el filo del cable.
El hombre del monóculo y sus acompañantes se repliegan, con insospechado sigilo, casi humildad, hacia las mamparas del extremo.
``Balancín'', susurra el del monóculo a su radio de mano. De inmediato, muy arriba, donde debe estar el cielo, cintilan dos grandes esferas de luz negra que se balancean y una batería bombardea a mil por hora vibratos coléricos. El efecto de la luz negra sobre el cable encendido es curioso: lo blanquea y somete al balancín de las esferas.
La nota quejumbrosa de un bajo profundo desata el avance de los meticulosos pasos de Dalia. La sonoridad del instrumento no es sino el propio cable, revestido de cinta magnetofónica, en voces que los pies desnudos de la equilibrista va develando, pulsando, como un largo violonchelo cósmico.
La vibración aparente de las esferas en balancín genera una inestabilidad visual absoluta. La silueta andante en el aire de Dalia todo el tiempo parece caer y son sus sombras. Lo único inmóvil es ella, que atraviesa la vastedad del concreto como mariposa difusa.
En la cabina el melotrón despierta, y alcanza a la batería invisible y al cable de todo el aire.
La gracia de Dalia, diminuta allá en lo alto, en medio de la catástrofe de luces extraviadas en el vacío, es la única presencia-cuerpo en la amplitud amniótica de la bodega, que merced a quién sabe qué ajuste en el cable, empieza a enrojecer bajo un velo de sanguaza.
La luz negra se opaca y la música ingresa a otro tono, más lento, acuático, y la vibración se torna palpitación. Dalia alcanza la mitad del recorrido. El cable vuelve a las chispas, en agonía de sus bengalas.
Dalia gira en redondo en un solo pie y sigue su travesía hacia el ojo de buey del sur, donde ya la esperan, listos, dos hombres de overol para sostenerla cuando lleve hasta allá su vilo.
El cuerpo de Dalia es un mármol encendido, la proa heroica de la nave que se desliza sobre la mar más tenue.
Entonces sucede lo inesperado. De nada han servido el guión y los ensayos. El hombre del monóculo sale de la mampara, agita su pizarra de mano y exige una explicación. Tras un titubeo, los músicos en donde se encuentren se adaptan al cambio y forran el recinto con un sostenuto cargado de intención de silencio. El floor manager hace una indicación, se encienden los reflectores en full y adiós atmósfera amniótica y adiós efectos neón del cable. La desnudez de la bodega-estudio, que como cualquier circo, discoteca o teatro, trabaja bajo argumento, jerarquías y contrato.
Dalia ha brincado sobre la cuerda, cabriolando; al girar subió como burbuja de jabón y de pronto, cuando parecía suspendida, por trucos no considerados y asaz sorpresivos, tristó como diminutos cristales entre los dedos de una mano más grande que todo esto. Y eso fue todo. Como reloj de arena que se hubiera roto, llovió un polvo rojizo sobre el hombre del monóculo ya definitivamente consternado por el contratiempo, y cayó al suelo tosco de cemento como una mancha de sangre, el último rastro de Dalia y la postrera reverberación del cable.
Por extraño que parezca, nunca volvieron a saber de ella. Ya van varias veces que sus familiares vienen a preguntar y en el estudio se hacen los que no saben nada. Ya un día se asomó la policía. No fue fácil explicar por qué salía Dalia del repertorio: se escapó la estrella. ¿Encontraran algún día una explicación más satisfactoria? Y a ver, convenzan al público de que no es una estratagema publicitaria. En este país el público ya no cree en nada.