En las varias lecturas que admite el intercambio epistolar entre Ernesto Zedillo Ponce de León y Andrés Manuel López Obrador, lo más notable es el hecho mismo de que el mandatario haya decidido responder a las cartas que, en tono enérgico, le envió el líder perredista. Esta decisión, a su vez, ha sido vista por unos como un acto valeroso del Presidente al salir al paso de las críticas y por otros como una reacción discordante con su carácter de jefe de Estado.
En realidad, opuestas y todo, ambas cosas coexisten en el gesto zedillista y se acompañan de un signo de desacralización de la figura presidencial. Una visión distorsionada, en cambio, pretende ver en las misivas de López Obrador un ataque a la institución presidencial. No hay tal agresión por dos razones al menos:
a) Cuando el Presidente asume directa y expresamente posturas partidarias y, además, arremete contra la oposición, se expone a ser combatido en el terreno de la lid electoral. Es decir, él mismo se involucra en el debate, y las refutaciones se vinculan con sus posturas y no contra su investidura.
b) López Obrador ha defendido a la institución presidencial cuando ha creído verla en peligro, a pesar de las críticas que posiciones así suelen despertar en algunas parcelas de su partido. Por ejemplo, el domingo 2 de junio de 1996, en un documento titulado ``La defensa de las instituciones y rechazo a la renuncia presidencial'' dado a conocer en Misantla, Veracruz, el hoy líder del PRD sostuvo: ``Por encima de todo, condenamos cualquier rumor, cualquier intento, cualquier acción cuyo propósito sea debilitar las instituciones nacionales, porque no sólo saldría del poder el Presidente, sino que perderíamos toda la nación'' (Manuel Enríquez, La Jornada, lunes 3 de junio de 1996, primera plana).
¿No es verdad que resulta inexacto, en este marco, considerar las cartas de López Obrador como un ataque a la institución presidencial? Pero por supuesto, tampoco puede pedírsele a un líder opositor que le escriba cartas floridas al mandatario, menos aún si este dirigente está justificadamente preocupado por la ``guerra sucia'' que enturbia a esta etapa preelectoral y por la violencia que han padecido y padecen militantes perredistas, muchos de los cuales han pagado el precio máximo por su derecho a disentir.
Ese pago se expresa, en los dos primeros años de este sexenio, con el asesinato de 149 perredistas, aproximadamente 50 por ciento más que en el primer bienio de Carlos Salinas de Gortari (Rosa Icela Rodríguez, La Jornada, domingo 5 de enero de 1997, p. 5), cuya feroz embestida contra el PRD es sobradamente conocida.
Esas muertes, por supuesto, no pueden ser atribuibles a Ernesto Zedillo, pero sí a porciones del sistema de partido de Estado que él encabeza.
Esas muertes no pueden ser admisibles en ninguna circunstancia, pero menos en esta etapa de avance hacia una auténtica democracia.
Esas muertes deberían generar una vigorosa movilización social que frenara su continuación y lograra el castigo a los asesinos.
Esas muertes hacen particularmente irritante la parte final de la carta con que Zedillo le respondió a López Obrador: ''Mejor sería que usted, sus candidatos y su partido... renuncien de una vez por todas a respaldar conductas y manifestaciones que se apartan de la ley''.
Esas frases del Presidente, aparte de la imprudencia implícita al imputar declarativamente cargos que tendría que denunciar ante el ministerio público, se parecen a las acusaciones que frecuentemente formulan los priístas contra los perredistas, acusándolos de violentos cuando en realidad éstos son víctimas más que actores de la violencia.
Adicionalmente, esa violencia que tanta muerte ha causado en las filas perredistas puede resultar estimulada cuando el Ejecutivo arremete contra la oposición y deja flotando el mensaje de que su partido, el PRI, debe ganar a cualquier precio las próximas elecciones. Y si se diera, esta estimulación deberá ser rechazada enfática, rotundamente.
Hay en la réplica del Presidente al PRD un propósito encomiable expresado en estos términos: ``Seguiré cumpliendo la parte que me corresponde en la construcción de la democracia que la gran mayoría de los mexicanos queremos''. Pero hay una cabellera en la sopa: ¿Cómo hacer congruente ese propósito con hechos como la expulsión de Lorenzo Meyer de Stéreo Rey y con la drástica reducción de los tiempos destinados al análisis y la crítica en los noticiarios de Radio Red? ¿Hemos de creer candorosamente que fueron decisiones autónomas de las radioemisoras?.