La Jornada 29 de abril de 1997

INMORALIDAD

Conforme pasan los días desde la toma de la residencia diplomática japonesa en Lima han salido a la luz pública datos que permiten confirmar lo que se sospechó desde el mismo 22 de abril: que la violenta incursión de efectivos militares y policiales peruanos en el recinto fue un operativo de exterminio, que al menos una parte de los guerrilleros que allí se encontraban fueron ejecutados después de rendirse y que el presidente Alberto Fujimori engañó a la opinión pública --la mundial y la de su país-- haciendo creer que buscaba una salida pacífica a la crisis de la embajada japonesa, cuando en realidad los encuentros y contactos sostenidos por representantes de su gobierno con los secuestradores tenían únicamente el propósito de ganar tiempo para preparar la solución militar y el aniquilamiento del comando guerrillero.

Por otra parte, la difusión de algunos de los materiales y artefactos de inteligencia --fotos y grabaciones, entre otros-- de que llegó a disponer el régimen peruano dentro de la residencia diplomática, permiten inferir que, o bien Fujimori contó con la colaboración en labores de espionaje de todos o de alguno de los mediadores que tuvieron acceso al edificio --el obispo de Lima, Juan Luis Cipriani, el embajador de Canadá, Anthony Vincent o el delegado de la Cruz Roja Internacional, Michel Minning-- o bien que éstos fueron utilizados sin su consentimiento para introducir en la residencia los dispositivos de observación y escucha.

Es obligado preguntarse, a este respecto, por qué, unos días antes de la sangrienta recuperación de la mansión de San Isidro, el obispo Cipriani dejó de asistir a ella, y por qué, casi al mismo tiempo, fue expulsado de Perú el representante de la Cruz Roja.

Cualesquiera que sean las respuestas, es claro que Fujimori, y acaso también algunos o todos los mediadores violaron principios éticos elementales que tienen vigencia incluso en escenarios de guerra y conflicto: utilizar a miembros de una misión neutral de intermediación para recabar información de interés táctico o estratégico y ejecutar a rivales que se han rendido, no sólo son acciones profundamente inmorales sino, también, crímenes de guerra.

Mueve a consternación el déficit de principios y de valores que registran estas acciones, incluso si el responsable de ellas es un régimen de raíz autoritaria y golpista como el de Fujimori. Pero más preocupante aún es que la comunidad internacional sea capaz de observar tanta impunidad y tanta inmoralidad sin inmutarse y que muchos gobiernos se congratulen por lo ocurrido la semana pasada en el barrio limeño de San Isidro. En un encabalgamiento de inmoralidades, es indignante, por otra parte, que el gobierno japonés haya pagado el ``favor'' al régimen limeño con una donación de millones de dólares. Y, en el caso de México, sigue siendo incomprensible el ``beneplácito'' expresado por la Secretaría de Relaciones Exteriores al gobierno de Fujimori horas después de que los efectivos de éste consumaron unos asesinatos a sangre fría.

Ciertamente, la toma de rehenes, el secuestro de personas o la afectación a la seguridad, la libertad o la vida de civiles, son acciones condenables, sea cual sea la causa en cuyo nombre se cometen, tanto por cuestión de principios éticos y humanitarios irrenunciables, como porque los resultados y las consecuencias de tales actos son, casi siempre, contraproducentes en términos políticos y sociales. Pero el espectáculo del que se supone un Estado constituido, que actúa a contrapelo de valores humanos esenciales, ajeno a cualquier escrúpulo, y con la complicidad pasiva --o, en algunos casos, activa-- de la mayoría de los gobiernos, debería ser tomado como una señal de alarma que dice mucho, y para mal, del modelo civilizatorio contemporáneo.