La primera vez que oí hablar de Timothy Leary fue en un hospital. Un compañero mío de escuela consiguió una pastilla de ácido lisérgico, la disolvió en agua destilada y se inyectó el licuado resultante en una vena del brazo. Fue un error: los grumos milimétricos de aquella mezcla le taponearon el sistema circulatorio en toda la extremidad y hubo que amputársela a partir de la axila. En la sala de espera del nosocomio, la madre de mi condiscípulo, que era una mujer joven y progresista, se mesaba los cabellos y musitaba con odio: ``¡Pinche Timothy Leary!''
Me pareció --y me sigue pareciendo-- que la acusación implícita en aquel desahogo era tan improcedente como lo sería echarle la culpa de los suicidios con arma de fuego a los remotos inventores de la pólvora. No he vuelto a saber nada de aquella señora, pero, si es constante en los rencores, seguramente no le agradará enterarse que los restos de quien consideraba como el responsable de la mutilación de su vástago, ahora pasan por encima de ella cada noventa minutos.
Leary, el antiguo profesor de Harvard y profeta de la contracultura, el curtidor de masas encefálicas en los años sesenta, el tardío promotor de la cibercultura, murió apaciblemente el 31 de mayo del año pasado en su casa de Benedict Canyon, reconfortado por celebridades del rock tatuadas hasta los párpados y en medio de una habitación repleta de tanques de oxígeno, computadoras multimedia, productos de quimioterapia, flores, cigarrillos, drogas, carteles sicodélicos y botellas de whisky. A decir de su hijo, que las escuchó, las últimas palabras del gurú septuagenario fueron: ``Why not?''
La madre de mi compañero de escuela no fue la única en odiarlo. El presidente Nixon lo calificó como el peor enemigo de la sociedad estadunidense, y expresó de esa forma el masivo rechazo que causaron las prácticas, los inventos y las posturas del Doctor Tim. Pero un sector incuantificable le guardará agradecimiento eterno por sus proverbiales actitudes antiautoritarias y libertarias y sus exhortaciones a la libertad interior, además de la invención de una vinagreta para el cerebro que, en nuestros días de drogas inteligentes y diseñadas a la medida, parece penosamente rústica.
Tal vez como expresión de ese agradecimiento, algunos de sus admiradores lograron que el Doctor Tim, o un pedazo de él, permanezca entre nosotros, o más bien sobre nosotros. La semana pasada, siete gramos de cenizas de Timothy Leary, envueltas en un contenedor del tamaño de un lápiz labial, fueron lanzados al espacio.
Leary no viajó solo. En ese primer funeral metaterrestre iban también Gene Roddenberry, creador de la serie Star Trek, así como los de 22 fanáticos de la astronáutica. Todos ellos vieron cumplido, aunque en forma póstuma y fragmentaria, su deseo de viajar al espacio.
El método es ciertamente más primitivo y tosco, pero mucho más seguro, que el empleado por los seguidores de La Puerta del Cielo, quienes en marzo pasado, en San Diego, decidieron brincar al cometa Hale Bopp con el impulso del fenobarbital. Quede, dicho sea de paso, constancia de la diversificación y proliferación actuales de tecnologías para subir al Firmamento, cuando hace años los únicos medios de transporte conocidos eran una vida libre de pecado o bien una escalera grande y otra chiquita, dependiendo de si se leía la Biblia o se cantaba la Bamba.
La que hizo posible esta maravilla fue la empresa estadunidense Celestis, que consiguió rentar un pequeño espacio de carga útil en la operación de lanzamiento de un satélite espía del ejército español. El viaje dio comienzo en una base militar de Gran Canaria, en donde los cyberpunks y hippies, gringos se unieron a los militares españoles en la celebración del éxito de la misión y en las bendiciones para sus respectivos pasajeros.
Del satélite no ha vuelto a saberse, y con razón, porque su tarea es secreta. En cuanto a los 24 muertos pioneros, están orbitando en torno a la Tierra y cada 90 minutos pasan sobre nuestras cabezas, a decir del gerente de Celestis. Seguirán en esa rutina durante un lapso de entre 18 meses y diez años, al cabo del cual regresarán, atraídos por la gravedad terrestre. Entonces los pequeños relicarios entrarán a la atmósfera, arderán, y si es de noche, tal vez puedan observarse unas pequeñas estrellas fugaces. Después, serán cenizas de cenizas. ¿Tendrán sentido?