Luis Linares Zapata
La seducción de la fuerza

El escenario fue, desde un inicio, el más propicio para sus arrestos de supremo general en jefe. Sus inquietudes de héroe y guardián lo llevaron a poner en las manos de unos cuantos soldados, llamados de élite, y de otros tantos guerrilleros del MRTA, la misma seguridad de su país. En una fracción de minuto, la vida de numerosos rehenes, y con ello el propósito declarado de la operación de rescate y la continuidad de su mismo gobierno, estuvieron pendientes de un gatillo rebelde que no fue jalado por una mezcla de sentimiento humano y de torpeza para su causa. En ello habrá que meditar para extraer las enseñanzas que tales actos de fuerza llevan enredados en su interior. Desentrañar tales contenidos es una tarea por demás penosa pero de réditos innegables si se quieren alumbrar los valores que teñirán el accionar de otros pueblos y de sus líderes. La buena suerte o la debilidad individual no pueden balancear el riesgo de empeñar los destinos de un gobierno, por más deteriorado que éste se encuentre, menos aún los de la nación si fuera el caso.

El protagonismo desplegado por Fujimori para arroparse, hasta el mismo límite de la saturación publicitaria, con el mérito de su momentánea hazaña, concentran en él, al mismo tiempo, los motivos con los que irá vulnerando su presidencia. Se enturbian también las reverberaciones que en otros lares ha tenido su cruenta osadía. Una cosa es apropiarse sin recato del relumbrón de los golpes militares; otra, muy diferente, es obtener el reconocimiento lentamente larvado, penosamente edificado, de las acciones políticas de gran aliento. Sobre todo las de talante democrático que no vienen de repente, ni se solidifican con tiros de gracia y menos se despliegan en las pantallas de televisión o se agrandan con el formato de los beneplácitos de la diplomacia ramplona y atolondrada.

Pero Fujimori tiene dos aliados. Uno se lo da la acrítica subordinación ante la eficacia desplegada delante de la atónita mirada de los telespectadores. El otro lo forma el ambiente de intolerancia extrema a que ha estado sometida la sociedad peruana, sitiada entre el racismo rampante de sus clases dirigentes y la ferocidad alocada de Sendero Luminoso y su extraviada respuesta a la feroz represión de los cuerpos militares antiguerrilla. De esta singular manera es que puede entenderse la popularidad alcanzada por Fujimori entre sus coterráneos. Las adhesiones de vastos segmentos de ciudadanos del mundo entero sigue una lógica distinta que se requiere analizar con mayor detalle.

La eficacia del rescate se adhiere con tal peso a la vertiente del aquí y el ahora del quehacer público, que derrota casi cualquier intento de hacer conscientes los pormenores y sobre todo el mermado sentido justiciero de los sucesos. La perspectiva del interés colectivo donde la negociación siempre se encarame sobre la fuerza hay que dejarla a salvo de triquiñuelas y hombradas. El haber liberado a los rehenes sanos y salvos no puede convertirse, por su simple enunciación, en un argumento de irrebatible contundencia. Las delicadezas éticas implícitas en el operativo y el contexto, los remanentes de humanidad aún en situaciones extremas, los intereses superiores del Estado de derecho, la salud colectiva derivada, la convivencia civilizada en cuestión, las prerrogativas individuales nunca periclitadas, el apego a la decencia y buena fe como fuentes de legitimidad del poder, deberán ser rescatadas del cuarto de los triques y la escenografía sobrante a donde se les quiere destinar. Si ello no es factible, emergerá entonces el rostro férreo del caudillo lleno de decisión ante quien los individuos indefensos deberán buscar paternal cobijo. Surgirá de esta manera la figura nítida y amenazante del gobernante autoritario que no duda en desplegar, con precisión y certeza, el arsenal punzante de su iracunda e incontestable voluntad. Por esta vía, el ciudadano quedará a merced de los criterios de eficacia que subsumen a todo lo demás hasta que un día la injusticia los alcance. En esos linderos, la dignidad de la persona, su inviolabilidad misma, es atropellada una y otra vez por el uso discrecional de una autoridad que sólo reposa en la cúspide del poder. Habrá que entender que los guerrilleros no son asesinos inclementes que han perdido toda categoría de seres humanos. Son testimonios de situaciones extremas de injusticia que deberían ser disueltas con trabajo y voluntad apegada a derecho. El mejor antídoto frente a las guerrillas y sus asaltos atrabiliarios y violentos es una sociedad armónica e igualitaria, no las balas y los asaltos planeados al centímetro de las apuestas insensatas.