En el Peñón de los Baños, franceses, zacapoaxtlas y... candidatos priístas
Miriam Posada García Ť La banda de guerra anunció el inminente inicio de la batalla. Los tambores y las trompetas obligaron a los vecinos a tomar las armas y salir presurosos de sus casas, para incorporarse al contingente en cuanto pasara frente a ellos.
Armados con machetes, puñales, palos, escopetas, bayonetas, cañones y mucho valor, los dos ejércitos se encaminaron al campo de batalla sin más parque que aquel que el armero atesoraba en una negra caja de metal, de donde proveía a los combatientes de carrujos de pólvora.
Sin acuerdo de por medio entre los altos mandos, y dispuestos a perder hasta la cabellera, los Dragones del general Ignacio Zaragoza, apoyados por los valerosos zaca- poaxtlas, subieron y bajaron el cerro del Peñón para enfrentarse a machetazo limpio contra el bien equipado ejército francés, que hasta llevaba baguettes en las mochilas, en contraste con las hojas de lechuga, rábanos y patas de pollo de los indios mexicanos.
El rugir de los cañones, el tronar de las escopetas y el olor a pólvora hicieron que la sangrienta Batalla de Puebla cobrara vida 135 años después a cientos de kilómetros del lugar original en el que mexicanos y franceses se enfrentaron. A diferencia de aquella época, aquí lo único que se perdió fue el orgullo de lucir una espesa y bien peinada cabellera, en el caso de todos aquellos que resultaron prisioneros de uno u otro bando.
A las 9 horas de ayer todo estaba listo para iniciar la guerra por defender la soberanía mexicana frente a la ambición del Imperio francés. Los ejércitos fijaron como punto de encuentro la escuela primaria Hermenegildo Galeana, en donde después de escuchar un mensaje del representante del gobierno capitalino, el delegado Raúl Torres Barrón, emprendieron el camino hacia el campo de batalla.
El propio delegado encabezó la columna ante la incertidumbre de lo que el destino le deparaba al ejército mexicano. Por lo menos seis calles adelante se separó del contingente que quedó a cargo del zacapoaxtla mayor, un hombre profundamente moreno por el betún que llevaba sobre el rostro y de espeso y ancho bigote negro, ese sí natural.
Bajo el ardiente sol de primavera, las bandas de guerra de escuelas primarias, secundarias y del Agrupamiento de Granaderos abrieron paso a los combatientes, quienes caminaron durante dos horas por las calles del Peñón de los Baños y el Circuito Interior y frente al Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México.
Sin embargo, después de las bandas, de las bastoneras y de los deportistas, apareció una hilera de personajes que no entonaba con la celebración. Se trataba de candidatos priístas a puestos de elección popular en la ciudad de México, que aprovecharon el acto para darse a conocer.
Luego de este grupo aparecieron los franceses ataviados con sus vistosos y holgados pantalones rojos de satín, polainas blancas, gorros azules y brillantes camisas azul cielo, quienes iban al mando de los generales encargados de someter al pueblo mexicano.
Uno de los altos mandos dijo: ``No estamos de acuerdo en las propuestas mexicanas, por eso hicimos la guerra'', y anunció que esa misma tarde sostendrían una reunión para ``ver si llegamos a algún acuerdo''.
Detrás de ellos, siempre al acecho, iba el ejército mexicano y un feroz grupo de zacapoaxtlas. Todos vestidos con modestos pantaloncillos blancos, huaraches, camisas negras con vivos rojos, brazos, manos y cara totalmente negras y un vistoso sombrero de palma despeinada, un deslumbrante machete, o fusiles tallados a mano.
Pero eso sí, como ir a la batalla no implica pasar hambres, sed, frío ni padecer la intensa luz del sol, los previsores zacapoaxtlas cargaron con morrales bien surtidos de lechuga, rábanos, patas de pollo o pescado asado, guajes con espumoso pulque blanco o cerveza helada, y un par de anteojos oscuros que los hacía muy parecidos a los elementos del Grupo Especial de Reacción Inmediata (GERI).
Sin embargo, hay que reconocer que a pesar de su valor, los zacapoaxtlas no tuvieron muy buena suerte con las damas que los acompañaban, ya que a pesar de las negras y largas trenzas, collares, blusas escotadas que dejaban entrever algunos tatuajes y faldas bien ceñidas, la mayoría calzaba por lo menos del siete, el betún no les disimuló el espeso bigote y barba, y el pulque no les ayudó a disimular la ronca voz, aunque bailaban bastante bien al ritmo de la chirimía y el teponaxtle.
Y después de luchar cuerpo a cuerpo, de tomar prisioneros, pulque y cerveza, de bailar durante horas y recorrer de arriba a abajo las calles, de hacerse la guerra incansablemente y de firmar los Tratados de Soledad, los más de mil vecinos del Peñón de los Baños acordaron guardar los cañones, las armas y la pólvora y emprender la retirada hasta el próximo 5 de mayo, cuando entre gritos de ¡viva Zaragoza! salgan nuevamente a las calles de la ciudad.