Después de 18 años, ya era hora que los conservadores ingleses fueran a descansar de la dura tarea del gobierno para descubrir ideas nuevas y destejer las clientelas que sofocaban las finanzas públicas y la confianza ciudadana. Fueron casi dos décadas en que el thatcherismo se hizo símbolo mundial de cinismo realista, de modernidad única, de éxitos dolorosos pero recofortantes para algunos. Los iniciales aumentos de las tasas de desempleo, la economía desplomada aún a los tres años del gobierno conservador, las tasas de interés cercanas a un 20 por ciento. Y después la gloria conquistada en las Malvinas como ocasión antigua y siempre pronta para redimir el desprestigio interno con una bonita guerra contra el enémigo más a la mano. Y después los éxitos en la City y así hasta llegar al Poll tax, la propuesta de una especie de impuesto de vecindario. Y ya tanta modernidad a los ingleses les comenzó a parecer excesiva. Y, despedida la Thatcher en un acto partidario, llegó Mayor que estaría allí seis años más, incluso después del momento de duda de los ingleses en 1992.
Pero ahora lo pensaron bien y los mismos electores dieron a los laboristas la victoria más estruendosa de su entera historia.
No debe ser hoy muy positiva la opinión que los ingleses se han formado de los conservadores y de sus recetas milagrosas después de un aprendizaje de 18 años. Que no es una eternidad pero mucho se le acerca para aquéllos que sólo eso conocieron desde el comienzo de la edad de la razón --que, como es sabido, es variable entre individuos y naciones. Aquellos conservadores que, a fines de los años 70, entre la crisis del Welfare State y la mundialización incipiente, comenzaban a pensar el presente con algunas ideas más o menos nuevas, fueron perdiendo en la marcha brillantez, claridad, autoconfianza. Y del otro lado, desde 1994, con este conservador redimido por John Macmurray que es Tony Blair, el partido laborista encuentra el vigor necesario para reconocer el presente, desechar la administración cansada de sueños derrotados y mostrar la frescura necesaria para experimentar algo nuevo respecto a la selección malthusiana.
A final de cuentas en estos 18 años el PNB (producto nacional bruto) per capita de Inglaterra creció incluso marginalmente menos que en el conjunto de los países de altos ingresos. El empleo manufacturero perdió más de dos millones de puestos de trabajo y la distribución del ingreso se volvió la más polarizada entre los países desarrollados. Hubo éxitos en el control de la inflación y en el reequilibrio de las cuentas públicas, aunque se tratara de éxitos exagerados por los protagonistas de un capitalismo financiero de asalto del cual la Inglaterra thatcheriana fue uno de los modelos finiseculares. El añejo expertise en el manejo del dinero y de sus símbolos puso a la City y a Inglaterra en buena posición para cabalgar tiempos de mundialización descontrolada.
Pero ya se requería una nueva guía para el país. Tony Blair es encargado por el voto popular de experimentar otro camino. Por lo pronto un camino que resulte menos doloroso pero igualmente capaz de guiar el país dentro de los tiempos del mundo. Le toca ahora a Blair y a los suyos realizar esa necesaria reforma de la Seguridad Social inglesa que desde hace años es ejemplo de malos servicios y altos costos. Le toca a los laboristas buscar las claves para financiar un sistema con muchos beneficiarios y pocos individuos puestos en las condiciones de poder cotizar. Las alternativas no son muchas: o rascar el fondo del baril para reducir el gasto y otorgar servicios decentes mientras se reducen los gastos fijos de la burocracia. O buscar fórmulas para aumentar los puestos de trabajo y mejorar de paso el panorama desolador del desempleo.
Los conservadores no tenían ya ideas ni para lo primero ni para lo segundo. Era tiempo de cambiar y los ingleses lo han hecho en la forma más vehemente posible. Con elecciones en puertas en Francia y Alemania, el que viene podría ser tiempo de tribulaciones para los conservadores europeos.