Los cruentos enfrentamientos ocurridos ayer en el norte de esta capital entre policías adscritos a las delegaciones de Iztapalapa y Gustavo A. Madero, por una parte, y efectivos del Agrupamiento de Granaderos, por la otra, dan cuenta de las consecuencias que están teniendo las políticas y las decisiones equívocas en materia de seguridad pública.
Este grave episodio de violencia intrapolicial tiene como antecedente inmediato el incumplimiento de un acuerdo entre la Secretaría de Seguridad y Protección (SSP) del Distrito Federal y los efectivos policiales que en meses pasados fueron sometidos a un periodo de entrenamiento en instalaciones militares. Tal acuerdo establecía que, una vez concluido el programa de capacitación, los policías regresarían a trabajar a sus sectores de siempre. Inopinada y unilateralmente, sin embargo, el general Enrique Salgado Cordero decidió desconocer el trato y envió a los agentes a demarcaciones distintas a las cuales estaban originalmente asignados, con el resultado de un entendible descontento entre los afectados.
Por desgracia, el malestar no sólo no fue atendido, sino que se optó por aplicar una política represiva contra los quejosos. Por añadidura, tras los sucesos de ayer, los mandos militares de la SSP, en vez de reflexionar y rectificar su actitud autoritaria, han expresado su determinación de mantenerla ``cueste lo que cueste''.
La confrontación no sólo está teniendo lugar en la policía preventiva capitalina. También entre el personal del antiguo Instituto Nacional de Combate a las Drogas (INCD), ahora Fiscalía Especializada para la Atención a los Delitos contra la Salud, han ocurrido manifestaciones de descontento por actitudes arbitrarias y despóticas atribuidas a funcionarios procedentes de las instituciones castrenses.
Estos hechos confirman la justeza de las objeciones que, en su momento, formularon diversos sectores de la opinión pública a la militarización de los mandos policiales. Se argumentó entonces, entre otras cosas, que el sentido militar de la disciplina no puede extrapolarse mecánicamente a las instituciones policiales, toda vez que el primero está orientado a superar con éxito situaciones de guerra y de combate, en tanto que las segundas tienen por misión combatir el delito y preservar la seguridad ciudadana en tiempos de paz. La aplicación de lógicas militares en el manejo de conflictos sociales lleva indefectiblemente -como se dijo el año pasado, y como está confirmándose ahora- a la represión y a la violencia.
En efecto, la autoritaria y cruenta respuesta dada ayer a las manifestaciones de descontento de los agentes preventivos de Iztapalapa y Gustavo A. Madero tiene como precedentes inmediatos los abusos y las agresiones contra la población cometidos por las fuerzas del orden durante la presencia del presidente estadunidense en esta capital. La suma de estos hechos conforma una perceptible tendencia represiva por parte de las instituciones encargadas del orden público, un fenómeno que no puede desvincularse de la llegada a ellas de cuadros militares en posiciones de mando.
Finalmente, el malestar que recorre las filas de cuando menos dos corporaciones policiacas -la SSP del DF y la Judicial Federal- debe ser tomado como una señal de alerta, indicativa tanto de la crisis institucional que afronta el país, como de la irritación social presente en amplios sectores de la población. Cuando los agentes encargados de mantener el orden se convierten en protagonistas de desórdenes públicos, resulta imperativo darse cuenta de que el descontento y la exasperación contra las autoridades han llegado muy lejos y muy hondo, y que el empecinamiento debe dar paso a la flexibilidad y a la sensibilidad política.