Hermann Bellinghausen
Ultimo y penúltimo

Brotaron del cielo, con gran blandura, grises, inaparentes primero, los colores de la mañana. Se llevó la mano al rostro, frente a mí en la banca todavía fría del parque. A mí ya me dolían las nalgas. Llevábamos horas platicando, como estatuas. Se tocó con el índice el labio inferior.

--Hace años que no veo ni por el forro a Proust. Desde que me divorcié, A la recherche quedó relegado por el azar atrás de las cajas. Atropellado por las mudanzas.

Lo dijo con la tristeza que le dan todas las pérdidas relacionadas con su única pasión en la vida, que es la literatura. De eso armó todo: de libros que lee, de libros que estudia, de libros que ella escribe. Los hombres han pasado por su vida como pies de página, materia prima o sparrings.

Hacía horas que la caguama había expirado. Ya avanzábamos sobre los últimos cigarros.

Así recuerdo los diversos amaneceres resecos en La Conchita. Los años pasan y siguen siendo un sitio. Hasta conozco viejas fotos tomadas allí en donde salgo.

--Me ha hecho falta, sabes, Proust, --agregó--.

Uno siempre agradece hablar llanamente de literatura, sin nada enmedio. Un punto de acuerdo libre de religión, ideología y método. Jania me había dispensado una larga noche de confesiones divertidas, elaboraciones eruditas, derivaciones sentimentales y toda clase de trivia e inocuo viboreo. Siempre ha sido una malvada.

--Con Proust puedes ir despacio. Los detalles no se disipan, y son buena coartada para que el mundo real exista --siguió diciendo.

Y yo, ¿qué podía mencionar de Proust que no hubiera ya olvidado? Me reprobaron en las Academias Marcel desde antes de conocer a Jania, esto es, en pleno fragor de adolescencia. Lamento el fracaso, no obstante que llegué a La fugitiva (tomo 6) y postergo el nuevo asedio para una eventual vejez un poco lenta. Se lo dije, y ella me sonó un coscorrón suave, el puño apenas asomándole del abrigo.

--Por eso eres tan menso. Proust es un regalo que hay que tomar entero. Te enseña ``el crecimiento de la reminiscencia'' --citó al buen Lezama Lima--.

Jania tiene la cualidad y la frialdad de una biblioteca, ``donde la compañía busca una soledad'' (y ahora soy yo el que cita a Lezama). Nos vemos cada nunca, y ahora otra vez hacía años.

En las conversaciones largas nada tiene que ver con nada, pero los fogonazos se conectan porque hay un corpus imponiéndoles sentido. Jania quedó de pronto mirando los árboles. Con trabajos distingue un pino de un roble, sólo se siente firme para identificar una palmera, y con algún esfuerzo, y si le ayudan las naranjas maduras, un naranjo. Es de esas gentes de ciudad (universitaria) para quienes los pájaros, las flores y los árboles son palabras genéricas, los nenúfares están en los poemas, la luna parece foco y no conoce la oscuridad ni cuando duerme, pues deja la lámpara prendida.

Me incorporé para mover las piernas. Trepé a la fuentecita seca. Sin dejar de mirar arriba, ya amanecía, echando vaho, Jania lucubró:

--La diferencia entre un árbol de bosque y uno de parque es que del primero nadie cuida y al segundo siempre acaba por llegar alguien que lo poda. El de bosque se pela y reinicia; a los de ciudad les aplican curativos tijeretazos que los ponen fuertes y guapos, y a veces en exceso aliñados. Es al fitness lo que el árbol silvestre al laissez faire.

La idea se le ocurrió cuando pasaban unos adultos bien adultos trotando el jogging de su cuidado. Me permití señalarle que la técnica del jardinero, eso de podar, en realidad tiene origen campesino.

--Todo tiene origen campesino --rebotó con cara de estar explicando la cosa más obvia y aburrida. Janie siempre ha tenido ese modito un poco superior. En la facultad me intimidaba. Al paso de los años me ha irritado, divertido y valido madres, sucesivamente. Los burgueses (y las burguesas) como ella no pierden caprichos, modos ni actitudes. Jania parece a veces señora venida a menos (hija de familia pudiente, hoy es maestra con un pisito en una unidad habitacional de Xochimilco; la pobretona de su clan).

Me miró con lástima. No de índole social o económica (no podría), sino de una índole todavía peor: maternal.

--Ay muchachito, cómo has perdido el tiempo. Tu falta de Proust es un síntoma.

Increíble, Jania haciéndola de mamá. Y conmigo. Se levantó de la fría banca de piedra, pero ella no tenía las nalgas como yo (por fortuna para ambos). Además, vaya abrigo el que traía encima. Caminó y puso su mano sobre mi cabeza.

--No tienes nalgas de novelista-- y entendí la alusión a Flaubert, su héroe.

--Tu mamá de chiquito no te enseñó a estarse quieto. Debió ser de quienes consideran que leer hace daño al cerebro. Con cuánta razón. Basta vernos.

Enseguida, desde su apacible locura, se despojó del abrigo y se puso a cabriolar. Mal. Nunca ha sido su fuerte la expresión corporal. Acabó derrumbada en un seto que la mensa no calculó. Intenté darle una mano. Ella, tumbada y ridícula, cruzó los brazos caprichosamente y protestó:

--Siempre has creído que hay que levantarse de inmediato, y si no lo haces te sientes mal. Te pierdes los placeres de la quietud. Así nunca recuperarás el tiempo perdido nunca.

--Ay tú --me burlé, encendiendo el penúltimo cigarro--, siempre descubriendo el hilo negro.

Pasaron los primeros carros. Un barrendero ya venía rasguñando las banquetas. Un avión irrumpió ruidosamente en el cielo anaranjado. Empezaba a ser hora de irse a tomar un café en alguna parte.

Siempre que encuentro a Jania pienso que puede ser la penúltima vez. y ella piensa que es la última. Tiene un fatalismo más robusto. Tal es la diferencia, y ése, su melancólico encanto de dama gorda.

Al fin se incorporó, torpe. Encendió el cigarro restante, arrugó la cajetilla vacía y preguntó:

--¿Será este el primer cigarro de hoy, o el último de ayer?

Típica duda ociosa de Jania. Si uno la deja, se puede distraer durante horas, enhebrando especulaciones que quién sabe de dónde saca.