Adolfo Sánchez Rebolledo
El mercado electoral

Es cada vez más frecuente escuchar quejas sobre el bajo nivel de las campañas electorales. El problema, sin embargo, no es la falta de propuestas bien elaboradas, pues cada partido tiene la suya, sino la absoluta incapacidad de presentarlas como opciones viables en un clima de creciente intolerancia. Se arguye que aun admitiendo la conveniencia de otra actitud más ``pedagógica'' de parte de los partidos, nadie estaría dispuesto a sacrificar los votos que se obtienen por otros medios más directos y convincentes. Cabe agregar: ni los órganos de difusión renunciarían a tan jugosa materia prima, como es la guerra sucia entre candidatos.

Vemos azorados cómo aborta sin remedio el debate entre los principales candidatos, fórmula que ya se consideraba como una ganancia irreversible de la democratización mexicana, una conquista, digamoslo así, de la ciudadanía, indispensable para conocer mejor cada planteamiento. Pero no es posible el debate allí donde se privilegia el golpe bajo a la confrontación del pensamiento. Y, al parecer, no pasa nada. No hay medida ni autocrítica responsable. Cada quien sigue tan tranquilo aferrado a sus encuestas.

Esta situación permite abusos no sólo verbales de los contendientes. Veáse, por ejemplo, el caso Salinas que el PRI está por ``resolver'' mediante la expulsión del ex presidente, como si, en efecto, un partido gobernante pudiera exorcizar el pasado inmediato mediante un decreto administrativo, pues no es otra cosa el trámite que está pendiente. Esta decisión de deslindarse del ex presidente Salinas en plena campaña electoral busca eludir una de las vetas más productivas de la oposición pero no se traducirá, necesariamente, en más votos y sí, en cambio, confirmará la afirmación de que el PRI es un aparato fracturado, incapaz de autogobernarse. Y si no, al tiempo.

Tarde o temprano tendremos que volver a cuestionarnos cuál es el sentido de estas campañas en las que prima la ``mediatización'' de la política convertida en un espectáculo, sujeto a las mismas exigencias del mercado que cualquier otro producto. A la política, como a la cultura, se le pide que llegue a todos los ciudadanos, independientemente de sus capacidades o intereses particulares. En este esquema, la simplificación rinde votos, el matiz y la complejidad los pierde. No es que desaparezcan las ideas y las diferencias, lo que ocurre es que éstas se enmascaran en el lenguaje de la publicidad, cuyos códigos terminan por imponerse a cualquier otra consideración. Contaminada por los valores del espectáculo, la política tiene que ``vender'' para ser eficaz y, llegado el caso, hasta entretener, como mandan los cánones mercadotécnicos, sin que importe demasiado si los medios son compatibles con los fines que dice perseguir.

Hay quien dice que eso es lo que la mayoría desea y pone como prueba definitiva en su favor el desinterés manifiesto por los programas y las grandes propuestas de los partidos. Pero esta expresión cínica no dice que el desencanto es la otra cara de la moneda publicitaria, hoy tan considerada en el mercado político.