La Jornada viernes 23 de mayo de 1997

Horacio Labastida
Las tribulaciones del IFE

Desde las últimas discusiones sobre el IFE, en las que participaron los partidos políticos, el gobierno, jurisconsultos eminentes, sociólogos distinguidos y otros muchos personajes ilustres de nuestro mundo social y público, sabemos muy bien los ciudadanos que el nuevo órgano electoral, representado en el Instituto Federal Electoral (IFE), tiene como objetivo central el garantizar que los comicios sean libres, sin mancha alguna y ajenos a las tradicionales infiltraciones gubernamentales que han suplantado la voluntad popular con la voluntad de la élite dominante. Pero además de que esto entendemos, los ciudadanos, al leer y releer lo que se dijo en torno a la imperiosa necesidad de una operación electoral verdaderamente independiente e irreductible a las asechanzas de los enemigos de la transformación democrática del país, lo mismo se aprende si se tiene el cuidado de revisar la enorme montaña de preceptos legales sancionados por el Congreso, para dar cuerpo y autonomía al IFE, montaña apilada con disposiciones constitucionales, los 372 artículos del Cofipe más sus 16 transitorios, hartos cada uno de parágrafos, abundantes fracciones e incisos aclaratorios, se supone, de todo problema presente, futuro o imaginario, y también --¿por qué no?-- para alentar con atractivas sutilezas, hasta metafísicas si necesario es, a los más agudos ingenios de nuestra siempre activa jurisprudencia; asuntos éstos a los que agréganse sentencias tan sofisticadas como las que suele pronunciar el Tribunal Federal (Trife), por cuya virtud decláranse marginales a la legalidad acuerdos del IFE, tendentes a bloquear las propensiones clientelares de la autoridad mexicana y sus agentes del partido oficial.

Hay una palabra que a partir de la administración del ex presidente Carlos Salinas de Gortari sintetiza lo que se quiere del IFE; se habla, recuérdese, de su ciudadanización como término antónimo de gubernamentalización, o sea del extrañamiento de todo elemento capaz de perturbar tanto la pureza de la decisión ciudadana sobre el sufragio cuanto la pureza también de los procedimientos que lo acopian, purgan de irregularidades, cuentan y publican, y en todo esto, no poco complicado por cierto, hay tropiezos que asustan y hasta provocan vértigos aterrantes. Cuando el Constituyente de 1856-57 concedió al pueblo el voto universal para elegir a sus representantes, el eminente Emilio Rabasa se mostró aperplejado ante semejante opción, pues de inmediato advirtió que tan bella ley democrática originaría que el gobierno, como en efecto sucedió, tomara en sus manos lo relacionado con los comicios y, por corolario lógico, diera rienda suelta a que sus parciales resultaran en todo caso elegidos, según quedó plenamente acreditado desde la primera elección del presidente Porfirio Díaz, en 1877, hasta nuestros acongojados días, con la única excepción de los sufragios, no muchos, que en 1911 hicieron presidente a Madero y echaron por la borda al oponente León de la Barra.

¿Qué lección deducimos, para el presente, de la práctica gubernamentalizada de los comicios durante los anteriores 117 años? La que es evidente y clara. En el país se ha forjado antes y después de la eclosión revolucionaria un artificio estricto, severo, impositivo, mañoso, dúctil y habilísimo por igual en la movilización ciudadana, la manipulación de los votos y el montaje de escenarios que permiten, acompañados de abultados repartos de pan y miriadas de atractivos circenses, obtener el efecto deseado y favorable a los candidatos oficialistas. Se trata, subrayémoslo, de miles de intermediarios incluidos directa o indirectamente en los presupuestos federales, estatales, municipales y otros más secretos o desconocidos, cuya función ritual se ha repetido trienal, sexenalmente o en otros periodos, de la misma manera, acatando pautas ya acreditadas por precedentes, costumbres y viejos paradigmas entrelazados con el sufragio. Es decir, al lado de la montaña de leyes electorales, a las veces confusas, hay otra montaña de personas que las pone en marcha no imparcialmente y sí parcialmente en beneficio del mantenimiento y reproducción del presidencialismo autoritario como brazo político de los poderes hegemónicos que por ahora encauzan la marcha oligárquica de la nación. ¿No es esta realidad patente, virtual y actual, el origen de los dolores de cabeza y las tribulaciones de nuestro IFE, terriblemente comprometido con el pueblo y a las ya a la vista elecciones del próximo julio? ¿Dispone el IFE de las armas necesarias para allanar esas montañas, la burocrática y legalista, que lo enfrentan a una desventajosa lucha contra Goliat?.