De manera discordante con lo que ciertos publicistas piensan, a un debate no se va por sangre, sino por votos. El triunfo no importa en sí mismo, sino en la medida en cómo éste auxilia en la construcción de un candidato vencedor en las urnas. Por ello hay que reconocer que el éxito o la derrota tienen innumerables modulaciones, y que cada una de ellas sirven para distintas finalidades. La victoria indiscutible que los sondeos de desempeño le otorgaron a Cárdenas no se tradujo, de forma mecánica, en preferencias electorales para éste y sí, en cambio, para el ``arrollado'' Del Mazo (ver encuesta del Reforma). La implacable competencia por las simpatías del votante tiene sus ironías.
Sin embargo, la estrategia seguida por el equipo de campaña del priísta estuvo equivocada en sus puntos neurálgicos. No tomó en cuenta la tendencia que habían seguido, tanto su propia línea en lento ascenso como la pronunciada caída de Castillo. Dar un salto brusco era arriesgado. Continuar con el aumento paulatino y consistente parecía, además de prudente, lo asequible. Sobre todo en consideración al ambiente externo de rechazo, casi generalizado, a votar por el PRI que manifiestan los electores del DF. Suponerle golpes traumáticos a un debate, y no sus efectos marginales, es errar en su concepción básica. El fantasma del 94 no fue leído con justeza y sí con esperanzas desmedidas y sin basamento.
No se midió, tampoco, la pérdida de dinamismo que dibuja la curva ascendente de Cárdenas. Esta última parece haber llegado, por ahora, a su máximo de atracción (39 por ciento). Nada indicaba, hasta hace unos días, que las preferencias por el perredista fueran a declinar, aunque sí a atemperarse. De permanecer éste en el nivel en que se encuentra, el triunfo final lo tiene al alcance de las urnas. Y estas circunstancias debían ser parte crucial en el diseño de alternativas para el debate. Una diferencia del doble en las preferencias de voto entre Del Mazo y Cárdenas, tal y como se capta en las encuestas serias, aún dándose un verdadero tumbo del perredista, con grandes dificultades podría revertirse por completo.
Así, la parte medular de la estrategia priísta se centró en el intento de golpear lo más sólidamente posible.
Con seguridad se pensó que la mejor vía al triunfo era el ataque directo, frontal, al hombre y su conducta pasada. Se relegaron entonces objetivos tales como restarle algunos puntos a la diferencia existente, situarse por encima de Castillo o mejorar la percepción ciudadana sobre las propias intenciones, capacidades, horizontes y significados. La sed de un cambio instantáneo fue panorámica. Un propósito más sensible al espíritu colectivo del momento, sin depreciar al rival al tiempo que reconociera las propias limitaciones, hubiera mejorado en dos o tres puntos el 22 por ciento alcanzado por Del Mazo después del debate. En el largo mes restante, con su definitoria quincena final incluida, algo puede, todavía, remontarse por Del Mazo a pesar de los saldos dejados por un programa de gobierno inmisericorde con el bienestar del votante. Algo puede aún restañar de las trapacerías que muchos priístas rapaces y aquellos otros delincuentes van dejando y que achican las posibilidades de atraer la confianza popular.
El sendero que se asoma por delante para Cárdenas y sus partidarios no está, tampoco, exento de peligros.
Uno, quizá el principal, es el efecto desarmante del triunfalismo que, a duras penas, pueden contener. El largo y trágico asedio al que estuvieron sometidos por el salinismo les dejó hondas cicatrices y reflejos que no se borran de pronto. Por el contrario, anhelan y buscan cura expedita, inmediata y cariñosa.
No se ve, en el mes restante de campaña, ningún percance que pudiera dar al traste con la tendencia del PRD de mantenerse en una franja que oscile entre el 35 y el 40 por ciento de las intenciones de voto. Cuauhtémoc saldó, con su actitud y desempeño frente de las cámaras, varias cuentas pendientes. Una, con el pasado y Diego. En aquel debate del 94, Cárdenas no fue noqueado, simplemente erró en su definición del rival y dejó de lado al rijoso panista. Este sacó su ventaja al insultar a un indefenso Zedillo, cosa inusitada en un medio como la televisión e inesperada por el auditorio. Otra cuenta cerrada fue la que ponía en duda sus habilidades. La capacidad para debatir con oportuna calidad y serenidad quedó asentada.