José Steinsleger
Esa curiosa cuestión de género

La soberanía política del Vaticano data de 1929, cuando el cardenal Gasparri firmó junto con Benito Mussolini el Tratado de Letrán. Por mediación de este acuerdo Italia reconoció al papa y a la Iglesia católica la posesión del medio kilómetro cuadrado que conforma la colina del mismo nombre. De apenas un millar de habitantes la tasa de crecimiento demográfico del Vaticano es igual a cero porque las relaciones sexuales están prohibidas (dentro de sus fronteras).

En la colina del Vaticano los adivinos del imperio romano proferían, precisamente, sus vaticinios. Y acaso no por casualidad un pescador llamado Pedro predicó la religión por la que fue, aquí mismo, crucificado. Con todo, el legado espiritual y moral de Jesucristo logró encender el alma de la gente. ¿Por qué? Porque su mensaje estaba abierto a lo universal antes que a lo nacional y particular de los pueblos. El cristianismo fue y seguirá siendo una religión de amor, fraternidad y tolerancia, despojada de toda hipocresía. Por esto, las tribulaciones de su historia exigieron periódicamente la sabia reacción de sus grandes reformadores morales que tuvieron que vérselas con los moralistas que intentaban, como hoy, definir la moral de antemano.

La diferencia es clara. Un reformador moral es, como Abraham, Jesucristo o Mahoma, un educador. Antes que revelar la conveniencia de adherir a una opinión o a una idea los grandes reformadores morales ponen el acento en la educación humana. Suelen suscitar entusiasmo, pasión y fe. Pero básicamente, los reformistas morales transmiten sentimientos. En cambio, los moralistas pertenecen a la especie del ``cornudo místico o chupacirios'', variable número 34 de las 80 apuntadas por Charles Fourier en su Jerarquía de los cornudos y que a tal personaje identifica, en el caso del cristianismo, con el que ``para evitar el peligro rodea a su mujer de curas y santulones entre los cuales deja deslizar algún hipócrita, algún beato que le adorna la cabeza para mayor gloria de Dios''.

No hace falta ser creyente para reconocer en Jesucristo a uno de los modelos más grandes y puros de amor y abnegación humana. Esa piedad para el caído, de generosidad con el débil, de la esperanza de justicia que alienta los corazones y de la igualdad fraternal que nos nivela por lo bajo y por lo alto, por adentro y por afuera, representa un legado moral abierto y, como tal, patrimonio de la humanidad.

Es comprensible que a la burocracia senil y patriarcal del Vaticano, al usufructuar conocimientos que entiende mal (o que quizá entiende demasiado bien) le inquiete ahora la ``curiosa cuestión de género'' (sic) y otras con las que ha armado un enredo fenomenal metiendo todo en una bolsa de gatos: política de población y control de la natalidad, prostitución y maternidad voluntaria, derechos sexuales y homosexualidad, planificación familiar y aborto, etcétera.

La inquietud es comprensible porque la idea de ``género'' está llamada a convertirse en la nueva gran reforma moral de la humanidad: la construcción social del ser femenino y masculino en pie de igualdad. Los genios del Vaticano deberían ser más humildes y escuchar a San Anselmo: ``La fe busca la inteligencia''. Y a Santo Tomás: ``Si resolvemos los problemas de la fe únicamente por la vía de la autoridad, poseeremos la verdad, pero en una cabeza vacía''.