Antes de molestarnos por la nueva oleada de marchas magisteriales en México, tal vez convendría reflexionar sobre sus razones y sobre la importancia de la educación. ¿Qué será del país si continúa la bancarrota de su sistema educativo? ¿Acaso esa bancarrota no tiene mucho que ver con el desplome de nuestra ``modernización'', tan artificial como tecnocrática? Finalmente, ¿es en verdad posible mejorar un sistema educativo con maestros que obtienen sueldos miserables?
Todos en México lo dicen, pero nadie actúa en consecuencia: la educación es la clave del desarrollo nacional. En los países desarrollados, en cambio, sí hay congruencia con ese postulado y por ello, después de todo, han logrado convertirse en (super)potencias.
Sólo recordemos este pasaje del informe elaborado en 1980 por el Comité de Santa Fe, famoso por su influencia sobre el gobierno de EU en aquel entonces: ``la educación es el medio por el cual las culturas retienen, transmiten y hasta promueven su pasado. Así, quien controla el sistema de educación, determina [...] el futuro'' de las naciones. Sin educación, pues, no hay futuro; mucho menos futuro promisorio.
Pese a ello, los gobiernos de la ``modernización'' en México (1982 a la fecha) se han dedicado, ¿inocentemente?, a colocar en bancarrota a nuestro sistema educativo. Lo que prácticamente significa dejar a México sin futuro.
Para ser exactos, algo se ha salvado de la debacle. Al tiempo que la educación pública (inversión estratégica) se desmorona, la educación en instituciones particulares (un negocio más) ha experimentado cierto auge. Algo, por cierto, imposible de disociarlo con la estrategia privatizadora: matar o dejar morir a lo público, para en seguida justificar su privatización.
Aun con esos islotes de educación privada, si se quiere de excelencia, no es posible dotar de futuro --no digamos ya desarrollo-- al país. Al tratarse aquélla de una educación cada vez más costosa (y de un negocio cada vez más lucrativo), obviamente disminuye la cantidad de mexicanos con posibilidad de educarse. Y lo que el país requiere, más que nunca, es la educación de mayor calidad para el mayor número posible de educandos. Lo que supone dejar atrás el falso dilema entre universidad-de-masas y universidad-de-excelencia.
Y, a propósito de calidad educativa, hay algo todavía peor. Del mismo modo en que la actual ``modernización'' busca copiar o ajustarse a modelos (?) extranjeros, los decrecientes espacios educativos buscan equiparar calidad con extranjerización; y, en particular, con norteamericanización. Así hipotecamos nuestro futuro como nación soberana, por vía doble: a) disminuyendo (en cantidad y calidad) a la educación pública, y b) enajenando al extranjero, norteamericanizando, el contenido de la educación sobreviviente.
Aunque parezca que fue hoy, esto se dijo en 1920 y en EU: ``México es un país extraordinariamente fácil de dominar, porque basta con controlar a un solo hombre: el Presidente. Tenemos que abandonar la idea de poner en la Presidencia mexicana a un ciudadano estadunidense, ya que esto llevaría otra vez a la guerra. La solución es abrirles a los jóvenes mexicanos y ambiciosos las puertas de nuestras universidades y [...] educarlos [...] en el respeto al liderazgo de EU [...]. Con el timpo, esos jóvenes se adueñarán de la Presidencia (Richard Lansing, secretario de Estado en el gobierno de Woodrow Wilson). ¿Es preciso recordar que tanto De la Madrid como Salinas estudiaron en Harvard, y Zedillo en Yale?
Más claro ni el agua. Por eso, porque se desnacionaliza la poca educación de calidad que queda en México, el país ha llegado al abismo de hoy y su futuro se nubla más y más. Y por eso, para México la educación es un asunto crucial no sólo de desarrollo sino también de soberanía y, por supuesto, de democracia. Si la mayoría pudiera decidir, nuestro sistema educativo sin duda estaría mejor.
Revivir ese sistema requiere de muchas cosas. Pero hay una tarea en verdad mínima y urgente: pagar a los maestros, si no todo lo que valen, al menos lo suficiente para que vivan con dignidad. Y, de paso, lo suficiente para evitar marchas, de otro modo interminables y crecientes, así sean sólo cíclicas (hasta ahora).