Carlos Bonfil
El quinto elemento

El realizador francés Luc Besson se da a conocer en 1982 con El último combate (Le dernier combat), cinta de ciencia ficción en la que refiere el cataclismo nuclear que termina con la civilización humana, las luchas fratricidas de los sobrevivientes y el encuentro con la única y última mujer en la tierra. Una obra extraña, filmada en blanco y negro, sin diálogos y con sonorizaciones fantásticas elaboradas en estudio. Su siguiente película, Subway (85), con Isabelle Adjani y Christophe Lambert, es un thriller ambientado en el metro de París, metáfora de la metrópoli, con la música y los clichés culturales más en boga en los años 80.

En Azul profundo (Le grand bleu), su primer gran éxito comercial, Besson diserta, en medio de incursiones intraoceánicas, acerca del sentido de la vida, el heroísmo y la muerte entendida como liberación y rencuentro con la paz espiritual. El tema lo abordará de nuevo en Atlantis, sin lograr un impacto comercial parecido. En los años 90, Besson se internacionaliza con Nikita, un thriller que marca el debut de Anne Parillaud en una caracterización memorable. La cinta es una buena pausa en los abandonos sentimentales y las divagaciones metafísicas ya características de su cine. El asesino perfecto (Leon) es el regreso al cine de acción y la hiperviolencia, pero ya sin personajes inquietantes ni transgresiones genéricas. Es el retrato del asesino implacable (Jean Reno) finalmente sometido (reconciliado consigo mismo) por el encanto infantil. El sentimentalismo recompensado en taquilla.

El quinto elemento, su película más reciente y la más ambiciosa es también la más costosa en la historia del cine francés. Una fantasía intergaláctica acerca de la lucha de las fuerzas del bien y del mal, al estilo La guerra de las galaxias, pero con mensajes todavía más ingenuos. Combinado con los cuatro elementos naturales (tierra, aire, agua, fuego), el amor (el quinto elemento) es la única fuerza capaz de conjurar una amenaza maligna que se cierne sobre el planeta en forma de inmenso globo ígneo (2 mil kilómetros de diámetro) que duplica su volumen cada vez que es atacado.

El año es 2263. En un Nueva York surgido de maquetas futuristas tipo Metrópolis (Lang, 26) o Things to come (Menzies, 36), pero con un espectacular tránsito vehicular aéreo (las secuencias más logradas de la cinta), el chofer de taxi Korben Dallas (Bruce Willis) se ve involucrado (a pesar suyo, naturalmente) en la tarea de salvar a la humanidad del ataque inminente de los mangalores, horda de villanos extraterrestres cuya apariencia de batracios antropomórficos se sugiere con el excelente vestuario del modisto Jean Paul-Gaultier. Una inteligencia del mal, el terrícola Zorg (Gary Oldman, en una de las caracterizaciones más fallidas que se le recuerden), es el saboteador, el terrorista mercenario al servicio de los piratas intergalácticos; la bella Leeloo (Milla Jovovich, modelo y cantante ucraniana de 22 años) es la encarnación del amor, y el formidable y estridentísimo Ruby Rhod (Chris Tucker), el andrógino comentarista de radio que mantiene informado a su público de la inminencia del desastre con una dramatización personal doblemente cataclísmica. La música de Eric Serra y la voz del argelino Cheb Khaled son un contrapunto original a la trama de inspiración hollywoodense. Los decorados y los monstruos fueron diseñados por un equipo dirigido por Moebius y Mezieres, dos grandes dibujantes de ciencia ficción.

Con todos esos atributos, El quinto elemento no logra ser la mejor película del cineasta, y ni siquiera un avance en su carrera. Demuestra, sí, la capacidad del cine francés para emular al de Hollywood, pero no su voluntad de trascender la ingenuidad y el sentimentalismo de sus propuestas más convencionales. Milla Jovovich, contemplando conmovida y llorosa un video donde se muestran las devastaciones de las guerras del siglo XX, es una escena retórica que la película no necesita. Tampoco la conclusión de la joven: ``Los humanos crean cosas sólo para destruir''; todavía menos el añadido de Bruce Willis: ``Es eso la naturaleza humana''. Si todo eso es común y muy válido en el lenguaje de la tira cómica y en la serie B de entretenimiento fantástico, sorprende en una película pretendidamente más ambiciosa. A pesar de su innegable carga humorística, la intención paródica es débil o muy poco lograda. Chris Tucker termina delirando solo, mientras los personajes se encaminan a un desenlace en el que triunfa la nobleza de los sentimientos.

Luc Besson señala muy bien el propósito de su película (Premiere francesa, mayo 97): ``En una proyección de la cinta vi a un niño de 13 años, con la mano detenida durante media hora entre su bolsa de palomitas y su boca. Con una expresión de dicha en el rostro. Casi me pongo a llorar. Mis películas se dirigen a un público menor de 15 años. Ese es el mejor momento. Después intelectualizamos demasiado lo que vemos''. Este es el Spielberg francés que en los festivales aclaman como un nuevo Stanley Kubrick