La Jornada domingo 1 de junio de 1997

Horacio Flores de la Peña
No se vale

En el lenguaje popular al que es afecto el presidente Zedillo, yo diría que no se vale usar todo el poder del Estado y de la Presidencia de la República para convertirse en el maloso de la política electoral.

El Presidente tiene derecho a intervenir en política electoral. Todos los jefes

de gobierno lo hacen, para defender a los candidatos de su partido que están en dificultades. Este es el caso de muchos candidatos del PRI, incluyendo a los del Distrito Federal, que por causas propias o por las torpezas tan frecuentes de su partido, tienen una elección muy comprometida.

En las democracias, las intervenciones electorales de alto nivel no son muy frecuentes porque todas tienen un precio político alto, tanto en fuerza como en respetabilidad. Todas conllevan una pérdida de imparcialidad, al convertirse el Presidente en un agitador político, abierto a todos los ataques de los opositores y que mellen el prestigio del Presidente y del Estado, limitando así el ejercicio efectivo del poder.

La participación electoral de alto nivel nunca es estridente, para no contribuir al enfrentamiento político, por eso se limitan a exaltar las cualidades del candidato que se defiende y no entrar en una lucha electorera para mostrar quién es el más inepto o el más corrupto.

El peligro de las intervenciones electorales de los jefes de gobierno es que pueden estimular su imitación por los políticos mediocres que tratan de justificar el puesto que ocupan, a base de insultar a los adversarios y presentar análisis políticos pedestres que no estimulan el desarrollo democrático.

Siempre es muy peligroso permitir que los bufones se apoderen de la plaza pública, porque allí se inicia el fin de la democracia y el inicio de la peor de las dictaduras: la de los mediocres.

Desde 1982, con la entrada de los neoliberalistas al poder por concesión graciosa del PRI, la gente no cree en nada, por el carácter eminentemente populista de los gobiernos neoliberales, porque el populismo consiste en prometer lo que no se puede cumplir, como la entrada de México al primer mundo, el aumento del ingreso familiar y el combate a la corrupción.

El pueblo sigue sin creer en nada, porque el gobierno no tiene programa ni objetivos. Combatir la inflación como única meta, es de una pobreza patética. Sus técnicos presumen de un gran pragmatismo, pero en realidad sólo buscan sobrevivir en un medio político que no entienden y no les interesa, y donde el manejo de la economía se les escapa de las manos porque no estaba así en los libros de texto que leyeron.

Esta ausencia de programas, de objetivos y de gente capaz de gobernar, determina la desconfianza del pueblo hacia el partido oficial y el gobierno que los representa, pero al pueblo aún le gusta cubrirse con el Estado; el actual ya no da sombra ni tiene respuesta para sus múltiples preguntas.

Aun así necesitamos un gobierno fuerte para resolver los graves problemas del país, dentro de una gran transparencia en los actos del gobierno; esto sólo se logra con una vida democrática seria y activa. El Estado fuerte, no arbitrario e intolerante, es necesario para defender al país de los ataques externos. Cuando un país cae en un estado agudo de postración, como el que nos ha producido el neoliberalismo, sufre el ataque despiadado de países grandes y aún de los no muy grandes.

Ya es conocida la política norteamericana de atacar, más fuerte y más seguido, entre más obsecuentes son los funcionarios mexicanos; pero aun gobiernos como el profranquista del señor Aznar, logran que violemos la tradición de asilo de nuestra política exterior, y el espíritu de la Constitución misma. Imaginemos qué hubiera pasado si esta política se aplica cuando llegaron los refugiados españoles, los hubieramos regresado, cuando son lo único bueno que nos dio España desde la conquista.

Así como los norteamericanos nos mandan a sus policías para defender a sus drogadictos y distribuidores, no es difícil que pronto nos desayunemos con la noticia de que España nos mandará a sus guardias civiles, sin gorrito pero con visa diplomática, para cuidar que el gobierno mexicano cumpla eficientemente su obligación de proteger al gobierno de Aznar de sus enemigos políticos.