VENTANAS Ť Eduardo Galeano
El tajo
Por acaso del destino, yo estaba allí. Era el tiempo de la guerra, yo andaba de siete años recién cumplidos.
No soy de frecuentar tristezas, creamé. Rolendio Martínez, un servidor, ya va para un siglo de vida. Nunca gusté de negruras ni encontré tocayos ni tuve trabajo aliviado. A esta altura ya no cumplo años ni uso reloj, pero no soy yacaré viudo para andar caminando con la cabeza volteada. Así que no vaya a interpretarme mal. Lo mío no es manía. Yo vi lo que vi, y lo sigo viendo. Con los ojos abiertos, y durmiendo también. Nunca conseguí sacarme ese amargamiento.
Clarito, lo veo. Había un hombre que tenía un pañuelo colorado en el pescuezo. Algo andaría haciendo, quién sabe, allí a la orilla del arroyo Sarandí. En eso, escuché caballos. Y vi. Fue cosa de un momentito. Dos jinetes llegaron de atrás, pasaron como viento, uno cazó al hombre por el pañuelo y el otro pegó el cuchillazo, y después limpió el cuchillo, al galope, en el anca del caballo. Y se perdieron en el polvo.
Fue a la hora de la siesta, en pleno verano. La memoria mía no ha tenido el consuelo de la niebla, ni la excusa de la oscuridad. Fue hace noventa años, y lo veo todavía: el tajo de oreja a oreja, el chorro de sangre, el hombre que salió corriendo, pegando manotazos, sin saber que estaba muerto