La Jornada Semanal, 1 de junio de 1997
Finalista del premio de novela erótica La Sonrisa Vertical, letrista de Santa Sabina, poeta y crítica literaria, Adriana Díaz Enciso repasa en este artículo la saga de quienes han conseguido la eternidad bebiendo sangre.
¿Me da permiso para seccionarle la cabeza a la señorita Lucy?
Así se expresa la ciencia del Dr. Abraham van Helsing, un hombre que ama tanto el conocimiento y se ha alejado tanto de la superstición que dibujó un giro completo y ahora cree en los vampiros porque sabe que existen.
Su creador, otro Abraham -no Van Helsing, sino Stoker- también representa este espíritu contradictorio de la Inglaterra victoriana. Aunque durante su infancia su salud se parecía mucho a la de los personajes que inventó: las anémicas víctimas del vampiro, el espíritu de superación personal lo empuja a convertirse en un atleta. Le fascina la atmósfera racionalista y escéptica de sus tiempos, pero también las raíces oscuras del nuevo romanticismo, la mórbida enfermedad de la melancolía. Deportista y todo, se cuenta que llegado el momento se dejó vampirizar dócilmente: apasionado por el teatro, fue manager del célebre actor Henry Irving durante 27 años, hasta la muerte de éste. La leyenda cuenta que Irving ejercía cierta tiranía sobre Stoker, que lo azuzó diciéndole que nunca sería capaz de terminar Drácula, pero en cuanto aparece la novela en 1897, seguida de un éxito apabullante, Irving la monta en el teatro, se la roba un poquito, digamos, ganándose los aplausos para él. Curiosa similitud ésta entre la historia Irving/Stoker y la de Byron/Polidori. Polidori, como es bien sabido, escribe la primera novela propiamente dicha de vampiros chupándose un argumento de Byron, de quien era secretario, y además inspirándose en él para la creación del cruel Lord Ruthven. Byron a su vez se relaciona con Polidori -quien al parecer era un histérico, lo que quizá hable en defensa del poeta- a través de la crueldad, el desprecio y la conveniencia. Así, una breve mirada al mundo literario de los creadores de no-muertos parece indicar que el vampirismo existe, y que para librarnos de él las cosas no son tan sencillas como andar cortando cabezas.
No pensaba lo mismo, sin embargo, el verdadero Draculea, Vlad Tepes o ``el empalador'', quien se libraba de enemigos o aliados, a veces del tedio simplemente cortando cualquier miembro del cuerpo humano, y sobre todo empalando, su pasatiempo favorito. Incluso para los historiadores familiarizados con una época salvaje (siglo XV) y con una región donde la crueldad no ha dejado de manifestarse con odiosa insistencia (no olvidemos que las batallas entre un imperio y otro que agitaron la vida de los Dracul incluían los destinos de lugares como Bosnia y Albania), Vlad Tepes sigue siendo un poquito psicópata, un poquito obsesionado con el placer de matar, hacer matar, ver morir, ver sufrir, abrir el mecanismo del cuerpo para ver qué tiene dentro, de qué está hecho, y luego desecharlo y abrir otro para ver si se encuentra algo diferente. El robusto dublinés de ancho rostro y ceño adusto que vemos en las fotografías a cuyo pie se lee ``Bram Stoker'', tan perfecta imagen del caballero victoriano, quedó fascinado por este tan poco gentlemanly personaje -a quien llega gracias al Dr. Arminius Vambery, profesor de lenguas orientales en la universidad de Budapest- y sacó a la luz una historia más bien olvidada, haciendo inmortal a Vlad Tepes, aunque para los rumanos y los habitantes de países aledaños Drácula siga siendo un héroe nacional-tirano-justiciero-sanguinario, y no un vampiro, para qué quieren más, si de esos ya tienen suficientes.
Con la influencia de otras historias de vampiros que empezaron a proliferar desde finales del siglo XVIII, arrancando de las leyendas de miles de pueblos su simplicidad, su horror elemental y su inocencia, unida a la historia de Tepes, Stoker se zambulló en el pozo de un subconsciente que sueña con el rostro de la muerte, que imagina las formas que tomará el alma al abandonar el cuerpo y luego se resiste a la separación de esas dos caras de la unidad y sueña con lo imposible, con la vida eterna en cuerpo y alma y una pregunta infinita sobre el origen y la meta de nuestros deseos.
Decir que el erotismo a duras penas contenido en Drácula desafía la moral represiva e hipócrita de sus tiempos es ya un lugar común. Francis Ford Coppola desnuda su erotismo en su Bram Stoker's Dracula y lo hace muy bien, pero en el fondo no era necesario. La novela, en el lenguaje de sus protagonistas, todos tan propios, tan fervorosos creyentes en los nuevos dioses del progreso, el bienestar y la razón, abunda en las intrincadas traiciones del inconsciente, del deseo que viaja en las pulsaciones de la sangre, de la excitación que causa la muerte y la curiosidad morbosa de ver cómo se comporta un cadáver, hasta que deja, verdaderamente, de ser. En realidad Coppola no descubrió el hilo negro al decirnos que Lucy es una golfa redomada. Stoker también lo sabía, y la castiga: es la primera víctima del vampiro, lo cual la vuelve por desgracia infinitamente más seductora. Y la buena de Mina, tan eficiente, ordenada y recta, ¿qué hacía lamiendo el pecho de un desconocido, en una escena que ``guardaba un terrible parecido a la de un niño obligando a un gatito a meter el hocico en el plato de leche para que beba''? Mina declara: ``Cuando empezó a brotar sangre, me cogió las dos manos con una sola de las suyas, sujetándome fuertemente, y con la otra me tomó del cuello y me apretó la boca contra su herida, de forma que, o me ahogaba, o tragaba su... ¡Oh, Dios mío, Dios mío! ¿Qué he hecho yo?'' Vaya, vaya, vaya... No sabemos exactamente qué ha hecho, el caso es que con ese acto da inicio la única verdadera historia de amor en la novela. Al menos en el sentido romántico del término. Unidos más allá de cualquier posible barrera, el frágil vampiro, hastiado de soledad y dolor y el peso de los muertos y del tiempo alza una voz poderosa que obliga a Mina a ser su compañera, que la arrastra a su pesar a donde él va, que habla a través de sus sueños y le entrega sus visiones, que se ha enseñoreado de su cuerpo y de su piel de tal manera que la hostia consagrada la quema. Ante esto, el torturado Jonathan Harker y los tres novios de Lucy, empeñados en su operación cazavampiros que los arrastra compulsivamente a ``hacer el bien'', son unos peleles ciegos que no quieren ver cuál es el verdadero peligro a combatir: el del deseo que lo arrastra todo con las oleadas impetuosas de la sangre; el de la rebeldía ante la muerte y el tiempo corruptor, el de la voluptuosidad oculta en la enfermedad, en el cuerpo que baja la guardia y se abandona a la fiebre para soltarse de un mundo previsor y previsible donde toda excitación queda muerta en la mera forma que pretende enunciarla. Aunque quizá sea mejor así, porque ¿cómo enunciar sin rayar en lo obsceno la excitación desproporcionada que le produce a Van Helsing perseguir y matar al vampiro, obsesionarse con él, liberar toda su crueldad y sadismo bajo la bandera de ser un redentor y hacer el bien? Hasta Mina, con vergüenza y todo, tiene que aminorar su fanatismo recordándole que Drácula es un ser que sufre, que tuvo (¿o tiene? eso nunca se resuelve del todo) un alma, y que si ella llegara a morir así, sucia, les pediría un poco de piedad. Y quizá Van Helsing tendría piedad con ella, porque da la impresión de que, vampira o no, Mina le gusta.
Bram Stoker no era inocente. Sabía perfectamente cómo había creado a sus personajes: deseosos unos, perversos otros, hipócritas o por lo menos ciegos casi todos, manchando sus buenas conciencias de ardor y sangre, de anhelos inconfesables, de unas ganas inmensas de abandonarse al torrente de las fuerzas oscuras que no comprenden y que temen, de arrojarse conscientemente a la fascinación del abismo y ser por una vez su propio yo, el rostro de sus demonios, el cuerpo encontrando el lazo con su alma a través de la transgresión de sus límites, de la investigación de sus misterios insondables, aterradores. De alguna manera se parecen, todos, a Vlad Tepes. Se parecen sin duda a Bram Stoker. Y a Henry Irving. A Byron y a Polidori. A Gary Oldman y Winona Ryder cuando representan la escena ``del gatito''. Se parecen a Anne Rice, a Lestat y Louis. A Baudelaire, Bataille y Morrison, pero también al comando de escalofriante entrenamiento que recientemente coronó el sin duda obsceno triunfo de Fujimori. Y a Fujimori, e incluso a esa pobre expresión de inquietud ante el misterio encarnada en la monstruosa estupidez de los 39 suicidas de la secta ``Heaven's Gate''. No sé si creo, quiero creer o temo creer que los personajes de Drácula se parecen a todos nosotros, y hasta desconfianza me daría quien dijera: ``No, yo no me parezco en nada'', porque no veo cómo se pueda ignorar el misterio de nuestro origen, la perturbadora unión de la elusiva chispa vital con el amasijo de sangre, huesos, músculo y piel que nos da forma, la mar ambigua en donde son creados nuestros deseos, la violencia que nos sorprende y nos extraña de nosotros mismos cuando nos descubrimos gozando el golpe que hemos de asestarle a nuestros enemigos, los pensamientos no llamados que nos llegan en el silencio de la hora nocturna como un espejo que nos sorprendiera en una insospechada desnudez, y me temo que Jonathan Harker miente -se miente- cuando cree que una vez que haya desaparecido la cicatriz que dejó la hostia en la frente de Mina, ``su mismo recuerdo se disipará, dejando nuestra fe tan limpia como un puro cristal''.
Premio Xavier Villaurrutia, Vicente Quirarte alterna la poesía con el ensayo y la docencia. Coleccionista de juguetes y conocedor de las ballenas, Quirarte sabe, como Baudelaire, que la literatura es la infancia recuperada a voluntad. Alguien de su temple no podía prescindir de la figura del vampiro, el amante condenado a contagiar su identidad a los objetos de su pasión.
Esa tarde de fines de mayo de 1897, mientras el té se enfriaba junto al sillón de lectura, Charlotte Stoker llegó, con el aliento entrecortado, a la última página de Drácula. Cerró el libro con doble satisfacción. En un lugar de los Cárpatos, el intrépido equipo internacional de cazadores de vampiros clavaba sus armas blancas -un cuchillo kukri y un bowie- en el cuerpo del Príncipe de las Tinieblas, y restauraba así la felicidad interrumpida de los personajes. Terminaba el horror creciente, mantenido a lo largo de las 390 páginas de la edición salida de las prensas de Archibald Constable and Company. La segunda razón del júbilo de la señora Stoker nacía de que el autor de la novela era Bram, el segundo de sus 7 hijos. Se apresuró a escribirle una carta donde, además de las hipérboles que toda madre prodiga a sus criaturas, demuestra sus dotes de crítica literaria: ``Querido, es espléndida, mil millas encima de lo que has escrito antes, y estoy seguro de que te colocará en lugar muy alto entre los escritores del momento... He leído mucho pero nunca me he encontrado con obra semejante. Ningún libro desde el Frankenstein de la señora Shelley es igual al tuyo en originalidad... Poe no está en ninguna parte... Por su tremenda emoción te dará gran fama y mucho dinero.''
Charlotte Stoker no tuvo enteramente boca de profeta. El libro tuvo una generosa acogida, pero se le reconoció exclusivamente como una espléndida novela de horror, cima de la novela gótica que en el siglo XVIII habían iniciado Horace Walpole y Ann Radcliffe. Para los lectores victorianos resultaba más cómodo enfrentar en una novela la intromisión del vampiro en la alcoba de una muchacha virgen, que asimilar los asesinatos cometidos por un monstruo tangible que respondía al nombre de Jack, y cuyo calificativo ostentaba su macabra profesión. La respetable mentalidad finisecular no estaba preparada para comprender los contenidos latentes propuestos por la escritura de un hombre educado en Trinity College, aunque sí se sintiera con capacidad para encontrar inmoral El retrato de Dorian Gray, una de las causas para el proceso judicial que llevó a Oscar Wilde a prisión. Ironía de destinos paralelos: en su juventud, Wilde había sido ferviente admirador y pretendiente de Florence Balcombe, que se convertiría en esposa de Stoker, y Drácula aparece una semana después de que Wilde cumple su condena de dos años y sale de la cárcel de Reading. Stoker fue uno de los pocos amigos que dispensó a Wilde un cariño a toda prueba, y se dice que viajó especialmente a París para auxiliar económicamente al amigo en desgracia. Como no está documentado el hecho, la ficción puede darse el lujo de reconstruir la conversación entre esos dos irlandeses, ambos más que corpulentos, creyentes en la lealtad del semejante, fanáticos de la buena mesa, y autores visionarios que, valiéndose de la novela, elaboraron brillantes metáforas sobre el hombre y su reflejo.
Por lo que se refiere al éxito económico de Drácula, el vampiro fue incapaz de proporcionarlo en vida del autor. De la primera edición, de tres mil ejemplares, Stoker no recibió un solo penique. Antes bien, desilusionado ante la pobre presentación del libro original, invirtió en encuadernaciones especiales para sus amigos. Stoker murió en 1912. De agotamiento, según el certificado de defunción; de sífilis, de acuerdo con otras versiones, amparadas en la frecuentación que Stoker hacía de las hijas de la noche. De ser cierto lo segundo, Manuela Dunn Mascetti descubre una ironía: debido a la enfermedad, la dentadura de Stoker debió haber sido tan afilada como la de la criatura engendrada por sus pesadillas.
Drácula llegó a las librerías hace exactamente un siglo, la tercera semana de mayo de 1897. Desde la primera página, el lector viajaba con el personaje hacia la Europa oriental. El lector era Jonathan Harker, un discreto, hábil y emprendedor corredor de bienes raíces que hacía la primera anotación en su diario el 3 de mayo, para cerrar un ventajoso trato comercial con un noble rumano. Aunque la obsesión del novelista por la exactitud cronológica y topográfica podía hacer pensar en ese mismo 1897, los críticos coinciden en que la acción transcurre diez años atrás; posteriormente, las notas y borradores de Stoker han demostrado que el autor la ubica en 1893. Como fuera, por primera vez una novela gótica no se desarrollaba en un tiempo y espacio ficticios, sino en la Europa de fines del siglo XIX, con su fe en las bondades de la ciencia y el progreso, pero también con su pavor ante la permanencia de los viejos fantasmas y el surgimiento de nuevos. En la ascéptica Noruega, Henrik Ibsen publicaba y representaba, con gran escándalo por parte del público, la obra Espectros, donde se habla explícitamente sobre enfermedades venéreas. Sifilización y Civilización iban de la mano, como subraya el doctor Abraham van Helsing (encarnado por Anthony Hopkins) en una de sus conferencias magistrales. Un personaje de Stoker, a punto de develar los secretos de una tumba egipcia, enuncia, a manera de oración exorcizadora, los avances de su tiempo: ``En unos cuantos años hemos hecho descubrimientos que hace apenas dos siglos habrían sido el pasaporte a la hoguera para sus descubridores. La licuefacción del oxígeno; la existencia del radio, del helio, del polonio, del argón; las diferencias entre los poderes de los raxos X de Roentgen, los rayos catódicos y los rayos radioactivos de Becquerel.''
Drácula es una novela de horror, pero es una novela realista, estructurada por un autor que conocía y dominaba las reglas del oficio. Los lectores de hace cien años tenían en mente la novela La dama de blanco (1860) de Wilkie Collins, donde el autor utiliza diversas formas de escritura para mantener el suspenso a todo lo largo de la narración. Para quien un siglo después emprende por primera vez la lectura de Drácula, los cuatro primeros capítulos, contenidos en el diario de Jonathan Harker, constituyen una experiencia inolvidable, que exige la relectura. Posteriormente, el lector pasa a un escenario totalmente distinto: un Londres donde se encuentran dos jóvenes casaderas, cuya mayor audacia es leer los cuentos de Las mil y una noches en la traducción de Burton, y quieren tener un marido que les proporcione seguridad y protección; tres caballeros que se disputan la mano de la coqueta Lucy Westenra; un doctor que atiende un asilo de locos: el típico escenario de otras novelas de Stoker cuyo tema no es fantástico. Al llegar a estos capítulos, en principio inocuos si se les compara con la acción furiosa e in crescendo del principio, los lectores, particularmente los jóvenes, suelen saltarse páginas. Aquí es donde es preciso pedir al lector que se arme de paciencia y no pierda de vista ninguno de los gestosy expresiones de los personajes. Escrita en una época cuando el inconsciente y sus túneles comenzaban a ser sistemáticamente explorados, y cuando la moral victoriana manifestaba su rigidez en todos los órdenes, la novela de Stoker es un tratado de contenidos latentes donde la sexualidad se encuentra entre líneas con poderosas cargas de profundidad. Abraham van Helsing -y Bram es la abreviatura de Abraham- es el cruzado de una empresa cuya finalidad manifiesta es acabar con el monstruo que amenaza los elementos de la civilización occidental, burguesa y acomodaticia, pero cuyo contenido latente es el de reprimir los deseos ocultos, primitivos y bestiales, que el vampiro despierta.
Secretos se habían mantenido para la imaginación occidental los hechos de Vlad Tepes, héroe nacional de la actual Rumania. Cuatro siglos más tarde, un irlandés finisecular remueve las cenizas del príncipe guerrero para enardecer la imaginación de sus contemporáneos. Bram Stoker tuvo el gran acierto de titular su novela con el nombre sonoro y enigmático de un personaje histórico que, inserto en el cuerpo de la ficción, aparece dotado de otras características, que lo hacen más siniestro y temible. Todavía en las últimas correcciones de las pruebas de galera, el libro llevaba por título The Un-Dead, y como tal fue presentado al público en una lectura -en adaptación del autor- anunciada para el 18 de mayo de 1897 en el teatro Lyceum, donde Stoker era gerente general, y su jefe, el actor Henry Irving, dominaba sin rival en el horizonte. Para Stoker hubiera constituido su consagración vital y literaria el hecho de que su patrón leyera el papel de Drácula, pero Irving no aceptaba sino representar papeles de héroes clásicos. Cuando Stoker le preguntó qué le había parecido la obra, el Supremo contestó con un categórico y ambiguo ``Dreadful''. Al decir que la obra era espantosa, ¿se refería a la estructura literaria o al efecto que, como novela gótica, debía provocar en espectadores y lectores? ¿Podría haber tenido el mismo impacto una novela que hubiera pasado a la posteridad como El no muerto, El Insepulto, El Inmortal? En cambio, es el señor de la orden de Dracul quien, resucitado y fortalecido, invade con la sonoridad de su nombre el vasto dominio de la imaginación. Cien años después de su nacimiento -o de su renacimiento- por obra de Bram Stoker, el príncipe de los vampiros ha experimentado las más diversas metamorfosis, ha pasado por procesos vejatorios y se halla, afortunadamente, en permanente revisionismo.
Habrían de pasar varias generaciones para que los misterios del alma fueran develados y para que Drácula fuera admitida como una obra merecedora no solamente del escalofrío de sus lectores, sino también de la atención de la academia. A un profesor de origen rumano, Leonard Wolf, se debe The Annotated Dracula (1994), una empresa sistemática donde se demuestra que la naturaleza imita al arte: Bram Stoker, que jamás puso un pie en Transivlania, supo crear una geografía literaria que transformó esa tierra en sitio de peregrinación obligado para los obsesionados por el mito. Wolf compara la imaginación con la realidad, y sigue la pista de Jonathan Harker, desde el menú que le ofrecen la víspera de su temporada en el infierno hasta las calles de Londres recorridas por los personajes de la novela. Mapas, tablas cronológicas, estudios de las fases de la luna, fuentes hemerográficas, catálogos de tiendas departamentales de la época, son utilizados por Wolf para acompañar los viajes del vampiro y sus antagonistas. No obstante que desde su primera publicación Drácula no ha dejado de estar en el mercado, fue hasta 1985 cuando se incorporó al catálogo de clásicos de Oxford University Press. Para la posteridad de Stoker y su novela, hubiera bastado la frase ambigua y certera de Oscar Wilde: ``Es la más hermosa novela que se ha escrito.''
En 1962, Harry Ludlam dio a la luz el primer estudio sobre la vida de Bram Stoker, bajo el título Una biografía de Drácula; en 1975, Daniel Farson publicó El hombre que escribió Drácula: una biografía de Bram Stoker. En ambos casos, el nombre del principal personaje creado por la imaginación del autor, vampirizaba desde el título los trabajos y los días de un irlandés que, si bien hizo del teatro la pasión central de su existencia, obtuvo el contado privilegio de crear para la literatura un arquetipo cuya inmortalidad supera a la de su creador, del mismo modo en que la fama de Mary Shelley se basa en la de su monstruo atrozmente conmovedor. En la que podemos llamar su vida real, Stoker había tenido un vampiro de cabecera: Henry Irving. Los aplausos y ovaciones que recibía en cada función del teatro Lyceum eran, indudablemente, fruto de su talento. Sin embargo, tras bambalinas se hallaba la fidelidad, la eficiencia y la pasión que para su jefe tuvo Bram Stoker, quien a la muerte del maestro escribió una biografía titulada Personal Reminiscenses of Henry Irving (1906), definitiva para conocer la vida y la obra del actor, pero también para entender la relación vampírica que con él mantuvo su fiel asistente.
Si todo Drácula necesita de un Renfield para sobrevivir a las enormes minucias de la vida cotidiana, Stoker adoptó el papel de discípulo y secretario del maestro, y sacrificó su personal ambición literaria por dedicarse a escribir y vivir las otras vidas de Irving: en alguna época, llegó a redactar para él hasta 50 cartas al día, además de administrar el buen funcionamiento del pequeño y complicado ejército de civiles necesario para que, contra viento y marea, el espectáculo continúe. Aun así, Stoker publicó en total 18 libros, todos los cuales viven bajo la sombra fascinante del hermano mayor, el conde Drácula, cuyas transformaciones diacrónicas lo convierten en un inagotable género literario. En la que hasta ahora es la mejor biografía publicada sobre Stoker, Barbara Belford plantea desde el principio que su libro está dedicado a estudiar el Bram Stoker creado por Drácula. De no haberse recluido en Crude Bay, una aldea de pescadores en la costa escocesa, para perpetrar la que iba a constituirse en la obra maestra del horror, acaso el resto de los libros fantásticos de Stoker hubiera dormido el sueño de los justos. Hubiera debido esperar la llegada de un visionario como Howard Phillips Lovecraft para encontrar en los hallazgos del irlandés ejemplos de lo que el norteamericano llamaba horror cósmico o, más elementalmente, miedo a lo siniestro, a todo cuanto, en términos de Freud, es opuesto a lo doméstico.
La vida de Stoker se revela como la de un hombre que tuvo que cargar con el peso de sus amos y con la fuerza de sus mujeres. Vivió con la condena de haber creado un personaje inolvidable, como vivió bajo la autoridad omnipotente de sir Henry Irving. Como también advertía mamá Stoker, la criatura concebida por el doctor Frankenstein a través de la imaginación de la señora Shelley, era el único monstruo digno de ser antecesor del príncipe vampiro. Stoker no obtuvo fama en vida, pero sí ganó la inmortalidad de su personaje, al pasar a la posteridad como el creador de Drácula, mientras el vampiro ingresó al panteón mitológico como una criatura en permanente estado de transformación. Sin embargo, no es justo despreciar la obra marginal o complementaria de autores que apostaron sus energías en la consecución de la obra maestra: leemos de otra manera las Novelas ejemplares de Cervantes porque tienen a Don Quijote como su tutelar hermano mayor; la kafkiana prefiguración de Bartleby, angélico escribiente de Wall Street, se explica tras una lectura simbólica de Moby Dick, ese gran poema alegórico disfrazado de novela de aventuras marinas. De la vasta producción de Stoker, dos novelas de horror permanecen como dignas hermanas de Drácula: La madriguera del gusano blanco y La joya de las siete estrellas. Con la primera, Stoker paga su deuda a las numerosas leyendas celtas que, en su lecho de enfermo, le eran leídas por su madre. Hasta los seis años, el niño Abraham tuvo que vivir recluido, sin otro juego que el proporcionado por su desbordante imaginación. La concepción de una mujer que se convertía en una serpiente gigantesca, siempre ominosamente sugerida, es el fruto de sus sueños de infancia nutridos en las historias de la vieja Irlanda.
La mayoría de sus críticos coinciden en que La joya de las siete estrellas es una afortunada incursión del autor en el ocultismo. Aunque se dice que Stoker formó parte de la asociación hermética denominada Golden Dawn, no existen elementos documentales que puedan comprobarlo. Lo cierto es que en su biblioteca destacaban libros sobre Egiptología, una historia del Ku Klux Klan y los Ensayos de Fisiognomonía de Lavater, publicados en 1789. Si con Drácula Stoker crea el vampiro arquetípico, intertextualizado, admirado o transformado por sus sucesores, con La joya de las siete estrellas intenta su propia novela de la momia. Stoker logra mantener el suspenso desde la tragedia inicial que da pie a la pasión amorosa del personaje narrador hacia Margaret Trewlaney, y provoca la unión de los protagonistas en la común aventura hacia el desciframiento de los enigmas. Al igual que en Drácula, en La joya de las siete estrellas aparece una tríada de caballeros resueltos, racionales y lúcidos, creyentes en la ciencia pero susceptibles de ser convertidos por la magia. También, como en Drácula, los caballeros reúnen su energía alrededor de una brave new woman, Margaret Trewlaney. La mutilación en el cuerpo de la reina Tera y la circunstancia de que la mano, hermosa y plena, tenga siete dedos, es un elemento siniestro que Stoker maneja con tal habilidad, que nunca cae en el efecto grotesco ni en torpezas estridentes, como es tan común en relatos del género.
Como Drácula, La joya de las siete estrellas ocurre en interiores: el ambiente de opresión narrado desde el diario que da cuenta de la expedición hacia el Valle de la Hechicera, donde es descubierto el sepulcro de la reina Tera, se prolonga durante la enfermedad del señor Trewlaney y en las fases posteriores al gran experimento, cuyo desenlace es tan sorprendente como desalentador. No lo anticipo, para conceder al lector el privilegio de penetrar en una narración densa y espléndidamente orquestada. La Universidad Autónoma Metropolitana la ha editado recientemente, en una impecable versión de Manuel Núñez Nava, quien actualmente trabaja en la traducción de Drácula.
Hace cien años, con el saldo de un hombre muerto, el valiente y caballeroso norteamericano Quincey Morris, los cazadores de vampiros dieron fin a su principal antagonista. Entre los papeles de Stoker, Barbara Belford descubrió un final de Drácula que el autor eliminó en la versión publicada:
Mientras mirábamos, sobrevino una terrible convulsión de la tierra que nos sacó de balance y nos hizo caer de rodillas. Al mismo tiempo, con un rugido que parecía estremecer a los mismos cielos, el castillo y la roca y hasta la colina donde se levantaba parecían elevarse en el aire y deshacerse en fragmentos, mientras una poderosa nube de humo amarillo y negro, cuyas volutas crecían en tamaño, se elevó hacia arriba con una rapidez inconcebible... Desde donde estábamos, parecía como si el que una vez fuera un feroz volcán hubiera satisfecho su necesidad natural y el castillo y la estructura de la colina se hubieran hundido de nuevo en el vacío. Estábamos tan absortos ante esa súbita grandeza, que olvidamos pensar en nosotros.
Acaso Stoker o su editor sintieron -sugiere Belford- que un final como el anterior se aproximaba peligrosamente a La caída de la casa de Usher. Sin embargo, una lectura atenta de Drácula revela en más de un momento paralelismos con variasde las Narraciones extraordinarias: la muerte en vida, las visitas a los cementerios, el cambio de color en el cabello de Lucy Westenra y su simbolismo sexual, la oscilación entre lo extraño y lo fantástico, los casos de ambiguo vampirismo en Berenice, Morella o El extraño caso del señor Valdemar. Lo cierto es que la novela quiere terminar con la extinción del vampiro, ya sea masacrando su cuerpo, ya derribando su refugio.
El doctor Abraham van Helsing murió creyendo que las radicales acciones emprendidas por su pequeño y resuelto ejército habrían de acabar definitivamente con el vampiro. Un siglo más tarde, el vampiro ha demostrado no sólo su inmortalidad, sino sus insospechadas habilidades de transformación. Es un hecho cultural incuestionable, desde el movimiento Gothic que vuelve los ojos a un tiempo y un espacio para iniciados, más atractivo que el horror cotidiano de este otro fin de siglo, hasta quienes lo estudian desde todas las perspectivas del conocimiento. Durante el mes de marzo, la Universidad de Nueva York ofreció un seminario sobre el tema, con la participación de guionistas, escritores y actores; en Dublín, cuna de Stoker y de otros ilustres escritores, existe uno de los centros más prestigiados de estudios académicos sobre vampirismo; el doctor J. Gordon Melton, ministro metodista y autoridad en historia de las religiones, es el autor de una de las enciclopedias más completas sobre los vampiros; Tom Holland, especialista en Lord Byron, publicó la novela Lord of the Dead, donde se explora la posibilidad, espléndidamente verosímil, de que el autor de Childe Harold haya sido real -y no metafóricamente- un vampiro. Como homenajes intertextuales, Fred Saberhagen ha publicado La voz de Drácula, donde el vampiro ofrece su versión de los hechos narrados por Stoker, mientras Kin Newman elabora en El año de Drácula una ucronía aterradora: el vampiro no sólo triunfa sobre sus enemigos, sino se convierte en príncipe consorte de la reina Victoria, que en 1897 sería elevada a Emperatriz de la India. Los rumanos parecen haberse convencido de la necesidad de explotar comercialmente la figura histórica de Drácula, pero también han constituido una sociedad histórica, no gubernamental, cuyo objetivo es el de analizar el fenómeno de la penetración del mito occidental de Drácula en Rumania, así como sus correspondencias con elementos de otras culturas.
Escribir y pensar sobre el vampiro, elaborar una sintaxis que le permita hacerlo verosímil, es una empresa más compleja que en la época de Stoker, pero su historia sería otra sin la existencia de Drácula. Metáfora encarnada que promete la inmortalidad de la existencia -que no de la vida-, es uno de los consuelos ante las pestes apocalípticas del siglo XXI. El depredador bestial y sin escrúpulos del siglo XIX, ha pasado a convertirse en una figura digna no sólo de nuestra simpatía sino de nuestra admiración, por todo lo que tiene de solitario, rebelde y visionario. Martin V. Riccardo, psicoanalista que encabeza la asociación Vampire Studies, cita la reveladora carta de un joven de Carolina del Norte, que respondía a un cuestionario hecho público por Riccardo: ``Su pregunta debería constituir más bien una búsqueda, una búsqueda de cómo convertirse en vampiro, porque sufro una enfermedad terminal. A los 18 años, no estoy listo para decirle adiós a la vida tan temprano.'' La energía erótica del vampiro se halla resumida en la anterior frase de auxilio: ángel caído que no se resigna a perder el esplendor de la vida, su aura al mismo tiempo trágica y poderosa, desafía las leyes de nuestra limitada condición humana y explora el corazón de la noche como una posibilidad de hallarse en el espejo del Otro, el Ajeno, el Exiliado.