La Jornada Semanal, 1 de junio de 1997
En 1996, Augusto Monterroso obtuvo el Premio Internacional Juan Rulfo, publicó sus Cuentos Completos en Alfaguara y su Tríptico en el FCE. Además, recibió el doctorado honoris causa de la Universidad de Guatemala y fungió como testigo de honor en la firma de los acuerdos de paz entre la guerrilla y el gobierno guatemalteco. En ese año pletórico de actividades, Monterroso no dejó de reflexionar en su tema central, los libros. Ofrecemos un ensayo tan breve como inagotable en el que el autor de La Oveja Negra visita las bibliotecas pobres que, paradójicamente, suelen ser las mejores.
Mi biblioteca es la Biblioteca, le gustaba decir al gran maestro dominicano Pedro Henríquez Ureña, hombre de libros que no quería tenerlos en su casa. Y los que amamos los libros sabemos por qué. En una ocasión quise deshacerme de quinientos de ellos. No pude, y ya lo he contado. En un libro, por supuesto, del cual hoy alguien querrá deshacerse. Envíelo a la Biblioteca de su barrio.
En los años de mi adolescencia, la Biblioteca de Guatemala fue tambiénmi biblioteca. Tarde tras tarde acudí allí a leer libros que durante horas eran mis libros. La Biblioteca era tan pobre que sólo contaba con libros buenos. Constituyó una suerte para mí que su presupuesto fuera tan escaso que no podía darse el lujo de comprar libros malos, es decir, modernos. No era ése el reino de Hemingway ni de nadie que se le pareciera. De este modo, durante meses leí ahí el Quijote en los bellos volúmenes de la llamada Edición del Centenario, que preparó don Francisco Rodríguez Marín, por quien aprendí a gozar las notas de pie de página, la erudición, y, de paso, a odiar a don Diego Clemencín, la bte noire de aquel sabio. La Biblioteca era tan pobre, pues, que en ella leí también, y amé, el Oráculo manual de Gracián en su primera edición, que un lento empleado le llevaba a su mesa de lectura al muchacho más o menos desharrapado que era yo entonces. Y todavía no me explico cómo eso era posible. Y cuando en mi insomnio recuerdo aquellos días, pienso con temor si aquel volumen continuará allí, y, en caso de que así sea, a qué se deberá el milagro.