La Jornada Semanal, 8 de junio de 1997
Jorge Volpi, autor de La paz de los sepulcros y El temperamento melancólico e Ignacio Padilla, autor de La catedral de los ahogados y Si volviesen sus majestades, estudian en la Universidad de Salamanca desde el año pasado. En este texto, los jóvenes autores mexicanos analizan la obra de Javier Tomeo, un raro y excéntrico narrador español, cuya obra nada a contracorriente de las modas literarias de la península.
Quizá la mejor forma de retratar la historia intelectual de España desde el Renacimiento sea oponiendo dos imágenes contrastantes: América y El Escorial. La primera representa el afán aventurero, la exploración de lo desconocido y, sobre todo, la voluntad de inventarse un futuro distinto; el segundo, en cambio, el hermetismo y la xenofobia, la aridez y el orgullo empecinado que caracterizan al genio español. Entre ambos extremos se levanta el desarrollo político y cultural de esta nación atípica: central y excéntrica según quien la observe, España continúa viviendo este antagonismo. Después de casi cuarenta años de encierro, la opción de los últimos decenios ha sido decididamente por la pasión aventurera; de la transición a la Movida, los españoles han querido reponer, a marchas forzadas, el tiempo perdido en la dictadura. De pronto amanecieron europeos y se quisieron universales.
Pero también, por fortuna, detrás de las tendencias dominantes en cada época, España ha contado siempre con una sólida tradición de hombres distintos, de líderes abyectos o de escritores incomprendidos, de prófugos o de santos, que Marcelino Menéndez Pelayo reconoció hace mucho con el nombre de heterodoxos. Ocultos en la incomprensión general, siempre han transgredido la uniformidad: cuando ha reinado el hermetismo -de Felipe II a Franco- han luchado por la apertura; cuando el deseo de ser iguales al resto del mundo se ha convertido en bandera única -de los liberales de 1812 al PSOE, e incluso el PP-, han llamado a la serenidad y a la reflexión. En estos hombres ha estado, en realidad, la conciencia de España.
Dentro de la tendencia hacia la mercantilización de la cultura que ha sacudido a España desde la muerte de Franco, los nuevos narradores españoles, por no hablar de los poetas, dejaron de encontrarse y recibir en los abarrotados cafés de la Plaza de Cataluña de Barcelona o en el Café Gijón de Madrid. La bohemia no está de moda, a menos que se la modernice con un poco de american way of life. La reciente massmediación de la industria editorial peninsular los ha arrancado de aquella tardía bohemia que hacían el grano de Colombia, el tabaco de escupir negro y las librerías que aún ahora abarrotan las calles aledañas a las Ramblas o a la Gran Vía. Definitivamente, queda hoy poco tiempo para el romanticismo en un ambiente editorial inmerso en el vértigo paneuropeo y finisecular: las giras, las entrevistas televisadas, el juicio y la recepción de premios estructurados más bien como concursos de belleza y, en general, los vericuetos necesarios para hacer que se lea más a quienes escriben cada vez menos, exigen renuncias explicables, y hasta cierto punto justificadas, en este singular star system a la europea.
Todo esto hace que el cotidiano desenfado del novelista aragonés Javier Tomeo, empecinado en sentarse ante una mesa de café, rodeado de ilustres desconocidos, subraye su carácter de escritor raro. No por nada Jorge Herralde, uno de los múltiples editores de este peculiar narrador, quien no sólo tolera sus esporádicas escapadas a la competencia, sino que insiste en considerarlo, con razón, uno de sus autores consentidos, recientemente, en una carta publicada por la revista Quimera, lo ha considerado como un autor rather peculiar.
En efecto, el de Javier Tomeo es uno de los casos más extraños en el actual panorama de la narrativa en lengua española: se trata de un criminalista aragonés que se define como fanático de Luis Buñuel, un bestseller que se encoge de hombros ante cualquier cosa que huela a compleja teoría literaria, un autor que cuenta historias y con parsimonia autografía sus libros acompañando las firmas con nada despreciables caricaturas. Sus novelas apenas tienen personajes, repiten el mismo esquema al infinito, son dialógicas o de plano monológicas, se desarrollan siempre a base de confrontaciones sadomasoquistas cuya crudeza sólo se vuelve tolerable porque Tomeo es, ante todo, un humorista que relata tragedias. Las obras de Tomeo, entonces, parecen más herederas del humorista çlvaro de Laiglesia y del caricaturista y académico Antonio Mingote que de Pérez Galdós, y sin embargo, su simpleza no deja de poner en entredicho la propuesta de quienes, como Javier Marías, han optado por la exquisitez y la ortodoxia.
Javier Tomeo es un marginado, un outsider que, con todo, se lee también en Dinamarca, Holanda, Inglaterra, Francia y, muy especialmente, en Alemania. Resulta difícil, cuando no imposible, explicarse cómo y dónde entra Javier Tomeo en el gran mundo literario, decir si se trata de un maestro de la simpleza o de un simple que, por serlo, llega a resultar profundo y hasta de buen gusto. Sus obras se pasean con entera tranquilidad de un idioma a otro y del género narrativo al escenario. Nadie se queja siquiera de que se repita tanto y él escribe novelas que jamás exceden el centenar de páginas a tal velocidad que por ello cuenta con más de tres editores importantes que se reparten su prestigio y sus ventas.
En un tiempo en que la sencillez y la rapidez calvinianas no parecen ser lecciones populares para el próximo milenio, sorprende que las novelas de Javier Tomeo puedan describirse de un plumazo: La ciudad de las palomas es la historia de un hombre que amanece un día para descubrir que se ha quedado solo en el mundo, sin más compañía que una insoportable parvada de palomas contra las cuales establecerá un extraño combate al estilo de Los pájaros de Hitchcock; El castillo de la carta cifrada, su obra más aplaudida, consiste en las instrucciones de un señor que pudiera ser feudal a su criado para llevar un mensaje al castillo de un amigo; Amado monstruo, novela por la que el autor recibió el Premio Herralde, es una sesión de psicoanálisis entre un empleador y un improbable empleado; Diálogo en re, recientemente llevada a los escenarios franceses y españoles, es el enfrentamiento ferroviario de un trombonista con un vampiresco erudito; El cazador de leones es el monólogo telefónico de un mitómano, etcétera. Son contadísimas las ocasiones en que, dentro de la amplia bibliografía tomeísta o tomeana, aparecen en escena más de dos personajes y más de media docena de circunstancias. Y lo que es peor: siempre nos da la impresión de estar leyendo la misma historia en una especie de tiovivo en que los rostros son infaliblemente caricaturas de Gregorio Samsa traducidas en monstruos a lo Poe. Maniáticos, reprimidos, sadomasoquistas, acomplejados, miopes, alienados y torpes, los personajes de Tomeo pertenecen al recuento de las ``pobres gentes'' dostoievskianas de las que solemos olvidarnos con tanta facilidad, aunque año tras año se nos demuestre que son precisamente tales personajes los protagonistas de las grandes obras de nuestro moribundo siglo.
La nitidez del trazo narrativo de este escritor sin lecturas y con lectores no obsta para que, a la postre, la profundidad de sus planteamientos nos deje helados. El narrador de Amado monstruo relata a su posible empleador una historia que, bien vista, podría ser un tema del más oscuro Dashiel Hammett. La soledad del protagonista de La ciudad de las palomas en aquella urbe de la que todos han huido sin razón aparente, hace del libro una auténtica robinsonada en un panorama escatológico, caricaturesca y beckettiana escenificación en un mundo después del fin del mundo. Por su parte, la festiva mitomanía de El cazador de leones pide que se le quite al cabo un poco de risa para mostrar en carne viva el patetismo de las relaciones humanas expuestas por medio de ese instrumento tan de nuestras soledades y manías como es el auricular telefónico. En suma, hay una explosiva carga de tristeza en estos monologadores sin fin, y la tristeza, cuando lleva puesto el disfraz del humor, suele terminar en violencia. En este caso, una violencia sin giros lingüísticos, sin complicaciones temporales, pero reprimida largamente, tal vez incluso desde la infancia del personaje mismo, que al salir en unas cuantas y descarnadas páginas se vuelve vertiginosa.
También la forma de ser marginal de Javier Tomeo es extraña. La crítica lo aplaude pero lo ignora en el momento de hablar en serio, los escritores profundos lo desprecian y los lectores lo devoran. Sin embargo, nadie imita a Tomeo, y él tampoco imita a nadie. Se le mira como si su escritura fuese en verdad pasajera y, no obstante, el efecto devastador de sus novelas es bastante duradero. Lo que debiera ocuparnos de la narrativa de Tomeo es una provocación: la provocación del humor. No es secreto para nadie que hoy por hoy la literatura se toma demasiado en serio y da vueltas sobre sí misma con una solemnidad que espanta. Tanto el escritor como el lector culto son sumamente pretensiosos, lo cual produce de vez en cuando obras maestras y casi siempre ladrillos imposibles de digerir, llenos de un realismo patético o una erudición petulante. Y mientras tanto, los libros de Tomeo se agotan, se leen y se pasean a lo largo y ancho del Viejo Continente sin que nadie se atreva a reconocer que su éxito no es privativo de su calidad. ¿Una lección en contra o a favor de la literatura light? Quizá sea, sobre todo, contra la literatura solemne. Tomeo escribe al vapor, ríe, y lo que no sea contar sus cosas se le da un higo. Pero lo hace convencido, al margen de las modas y de los gustos efímeros. Alejado de corrientes de vanguardia tanto como de la ramplonería moralista reimplantada por el Partido Popular, Tomeo retrata una España legítima, poblada con los monstruos patéticos que también habitan este territorio recientemente incorporado al glamour y al brillo internacional.