La Jornada 9 de junio de 1997

Alberto Palacios
Rapsodia en azul fétido

Esa noche, el famoso compositor George Gershwin dirigía su concierto ante un auditorio lleno, cuando se interrumpió en un lapso inesperado. --¿Alguien lo notó?-- preguntaría tras los aplausos. Sus biógrafos relatan que sufrió una crisis olfatoria del lóbulo temporal del cerebro, que coincidió con una ausencia epiléptica parcial y la percepción de un olor a hule quemado. La revisión neurológica demostró que tenía ya avanzado un glioma maligno, un cáncer cerebral que lo llevó a la muerte en 1937.

La fetidez que olió Gershwin durante su concierto fue sólo aparente para él. Una alucinación olfatoria, un impulso eléctrico anormal que emergió de su cerebro y que permitió a sus médicos reconocer un tumor adyacente al bulbo olfatorio, el centro nervioso donde registramos todos los mensajes cotidianos del exterior en forma de aromas agradables o pestilencias.

Nuestro sentido del olfato es muy preciso y delinea la realidad desde que nacemos. Respiramos por vez primera durante ese choque estruendoso de los sentidos cuando nos arrebatan definitivamente del vientre materno. En un instante, la luz hiere nuestras retinas, la piel se enfría, se inundan los pulmones de aire y expulsamos la primera exhalación en un llanto incontrolable y vital. Nada será igual, por mucho que mamá lo mitigue con sus caricias y arrumacos. Poco a poco aprenderemos a adaptarnos, madurando neurológicamente con cada estímulo y bajo su protección edificante y deseada. Se nos agudizarán la vista, el gusto, el tacto y el olfato como guardianes permanentes de nuestra conciencia. De este último sentido obtenemos el perfume y la magia sensual de la memoria. Respiramos más de veinte mil veces al día, para intercambiar litros interminables de aire, cargados de fragancias distintivas. El olfato nos ubica, nos refresca la memoria y confiere una mapa aromático a nuestra historia personal, así como al de los individuos y espacios circundantes. Con cada inspiración, los vellitos microscópicos de nuestra mucosa nasal ``captan'' las características químicas de las partículas odoríferas contenidas en el aroma de las flores, el sudor ajeno, los drenajes urbanos o los diversos humos y vaporizaciones que nos rodean. A diferencia de los otros sentidos, el olfato es inmediato, no precisa traducción o lenguaje para impactar nuestra corteza cerebral y hacernos voltear con el recuerdo de una persona hermosa o una gardenia o la repulsión de un organismo descompuesto.

Los olores son prodigiosamente memorables, porque disparan imágenes y emociones antes aún de que podamos decodificarlas. Además, estimulan nuestro conocimiento y la fuerza de las asociaciones con sucesos o impactos de nuestra vida afectiva y cotidiana. Muchos de los aromas primarios que se usaban en el pasado para elaborar perfumes procedían de las glándulas genitales de animales salvajes (castores, venados y gatos), que tienen propiedades químicas similares a las feromonas humanas, capaces por ello de despertar excitación sexual, matizada por el deseo de cortejar en los machos y la inducción de la ovulación en las hembras. Eso explica porqué respondemos a los olores agradables con una mezcla de erotismo y reminiscencias. Algo así como cuando mamá evocaba nuestros primeros desplantes hormonales con su olor a leche y a piel húmeda. La industria de los perfumes ha crecido exponencialmente desde que descubrimos por intuición este atractivo sexual, volátil, bañando el cutis ajeno que tanto nos atrae y nos excita. Así, las fragancias pueden circunscribirse en ciertas texturas básicas: etérea como de frutas, amintada o derivada de la menta, resinosa como el alcanfor o el pino, pestilente como el ácido sulfhídrico de los huevos podridos, acre, tal como sabe o huele el vinagre y, naturalmente, la esencia floral.

Los perfumes derivan de mezclas o variantes de estas percepciones odoríficas básicas, sintetizadas hoy día en laboratorios por todo el mundo. Percibimos y delimitamos nuestro entorno gracias a esta combinación de olores que reproducen nuestro códice olfatorio, que nos resultan atrayentes, que nos molestan, que se diluyen en nuestra memoria para aromatizarla. Sin olfato, perdemos también el gusto por los alimentos y nos acecha la indiferencia, porque la orientación sensual del mundo se abate con tal pérdida. Pese a que no reconocemos los olores con tanta fidelidad como los animales, para quienes la integridad del olfato equivale a subsistir o a encontrar su presa, una lesión neural en los bulbos olfatorios, un tumor como el de Gershwin o simplemente una gripa o una sinusitis que afecte nuestra capacidad para oler el entorno, nos pone en grave desventaja física y sexual. En distintos países ya existen centros para el estudio y recuperación del olfato, que dedican tiempo a desentrañar la fisiopatología de este sentido, detectar las variaciones aromáticas que suceden con la edad y el envejecimiento, identificar los olores que acompañan a ciertas enfermedades (sudores, descomposiciones orgánicas o acritudes) y los cambios que inducen ciertas fragancias en nuestro comportamiento sexual y emocional.

¡Quién no recuerda el olor añejo de la casa de los abuelos, el fascinante despliegue de esencias florales tras una noche de lluvia, los trapos viejos de la infancia, el perfume que acompaña la primera genitalidad, el olor prístino de los bebés! Mi piel registra hoy los variados cambios de la brisa, los aromas que se han diluido con los años; este olfato que despierta apenas con el olor a comida o a basura a distancia. Quizá porque me permite invocar la edad en que el aire era una presencia espesa e impregnada de influencias tactiles, auditivas u olfatorias, como un mar delicado y permanente.